El poscomunismo cubano,
por Agustín Squella.
Independientemente del reprobable régimen en que devino la revolución que nadie quedó sin aplaudir en 1959, siempre tuve a La Habana en la lista de las ciudades que ansiaba conocer, aunque el sedentarismo del cual padezco me permite recorrer esa nómina con pasmosa lentitud. Cada vez que diviso una agencia de viajes atravieso a la vereda de enfrente, y la sola visión de una maleta es suficiente para horrorizarme. Pero tenía a la capital de Cuba en la lista, de la cual pude finalmente sacarla, aunque no quitármela del corazón.
Antes de viajar hice escala técnica en un libro imprescindible para entender las matrices políticas y culturales de un país amado tanto por partidarios como opositores a un gobierno que a su soledad internacional suma ahora la distancia de un pueblo al que ya no bastan para sobrevivir ni su porfiada lealtad con el desgastado espectáculo de la revolución ni el fervor del nacionalismo con que sus agonizantes líderes intentan sustituir hoy la fallida promesa de un sistema comunista de simétrica abundancia e igualdad. El libro es "Tumbas sin sosiego", del historiador cubano exiliado en México Rafael Rojas.
En la Plaza de la Revolución, a las 10:20 horas del lunes 22 de noviembre pasado, bajo un ardiente sol otoñal, los turistas que deambulábamos allí ante los gigantes esbozos faciales de Ernesto Guevara y Camilo Cienfuegos, pudimos observar como una mujer se arrodillaba delante de un policía, mientras levantaba los brazos y pedía justicia para su hijo detenido por motivos políticos, sin que el funcionario interpelado hiciera otra cosa que pedirle que se pusiera de pie y abandonara el lugar. A cierta distancia del punto donde ocurría la escena, la estatua de José Martí, el líder liberal y democrático de la tardía independencia de la isla, permanecía cubierta de andamios, en tareas de restauración, como si lo que se intentara recuperar no fuera únicamente la piedra -según quiero creer-, sino las ideas del patriota que tan temprano como en 1884 se refirió al comunismo como una "futura esclavitud" en la que predominaría el "funcionarismo autocrático" y en la que el "hombre, de ser siervo de sí mismo, pasaría a ser siervo del Estado".
La tesis de Rojas es que su país vive ya una era poscomunista, con señales visibles de agotamiento de la ciudadanía revolucionaria encarnada en el "compañero comunista" y de disolución de su imagen de utopía social, junto con la recuperación de su vieja y colorida estampa de fantasía erótica. El mismo discurso turístico oficial, monótono y previsible, enfatiza la sensualidad mestiza, la placidez veraniega y la recuperación patrimonial de La Habana, aunque nada refiere acerca de la diáspora que produjo el giro marxista que la revolución hizo a comienzos de los 60. Se calcula en tres millones la cantidad de cubanos que viven fuera de su país, 700 mil más que los actuales habitantes de La Habana y la cuarta parte de una población total que bordea los 12 millones. Por lo mismo, lo que predomina hoy en el gobierno de Cuba es un nacionalismo revolucionario de tipo defensivo, alimentado por un bloqueo comercial cuyo alzamiento contribuiría a debilitar ese carácter revolucionario.
Instalado en La Habana y en la vigorosa luz de su malecón, "Paisaje de otoño", de Leonardo Padura, autor de la formidable novela "El hombre que amaba a los perros", fue otra de mis lecturas, y su final no puede resultar más alegórico: después de resolver un caso importante, Mario Conde abandona su rancia vida de policía y se sienta a escribir su postergada primera novela, al tiempo que un ciclón azota y oscurece la ciudad que el 1 de enero de 1959 celebró el triunfo de la revolución, y que medio siglo después, a pesar de lucir envejecida y precariamente iluminada, palpita como si se encontrara esperando algo que ya comenzó a suceder.
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