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jueves, 16 de diciembre de 2010

Altamirano, Altamirano... , por Gonzalo Rojas Sánchez.


Altamirano, Altamirano... ,

por Gonzalo Rojas Sánchez.


No es posible. Hay personajes públicos que, escriban lo que escriban, no pueden desvirtuar con sus memorias lo que dijeron e hicieron en sus momentos de mayor actividad.



Es el caso de Carlos Altamirano. Hombre de mirada penetrante y verbo fácil, no practicó la continencia verbal en sus años de liderazgo. Encontrar citas en las que llamaba a la violencia o a la revolución armada o a tomarse el poder por la fuerza es juego de niños.



Ya en enero de 1971 aseguraba que el enfrentamiento armado seguía manteniendo la misma vigencia de siempre. Poco más de un año después analizaba el país en clave militar, considerando que la lucha de clases había desembocado en un enfrentamiento permanente que tendía a agudizarse y que culminaría en un conflicto armado. Más aún, en pleno 1973 se sinceraba completamente, afirmando que no se podía construir una nueva sociedad sin destruir la vieja, para lo que se requería la conquista plena del poder a través de la lucha organizada del pueblo. "Las revoluciones no se hacen por votaciones", afirmaba en febrero de ese año, sintetizando sus tesis.



Por eso y por mucho más, es imposible que un Carlos Altamirano 2.0 logre reformatear al genuino líder del PS. Que los discursos no mueven a la acción, nos ha dicho para quitarles importancia a sus palabras de aquellas épocas. Pamplinas. Bien sabe Altamirano cómo a comienzos de los años 70 la oratoria jugó un papel decisivo en la acción política y, en concreto, cómo su propia palabra remecía hasta a los más moderados de sus correligionarios.



Y para hacerlo, el secretario general del PS tenía un modelo superior: el Che Guevara, al que calificaba en 1973 como "figura insigne del combatiente, mártir y modelo de acción y moral revolucionaria".



Altamirano llevó esa convicción, además, a la práctica. Según ha declarado él mismo en un conocido libro-entrevista, hacia 1973 el aparato armado del PS lo conformaban "más o menos mil a mil 500 hombres con armas livianas; no era tan poco si se hubiera coordinado con el aparato militar del MIR, que era bastante más importante que el nuestro; con el Partido Comunista, que también era mayor, y con los que tenían el MAPU y la Izquierda Cristiana".



¿Generación espontánea? ¿Combatientes silvestres? Nada de eso: fueron jóvenes formados para luchar en plena concordancia con las arengas de Altamirano y, por cierto, encuadrados dentro del partido que él mismo comandaba. Por eso, es una pena para él y una desgracia para la verdad histórica que Altamirano no reconozca sus culpas.



Pero al menos ha tenido un mérito. El viejo político socialista ha evitado usar la siniestra fórmula de Kruschev: cargarle la mano al jefe ya muerto y que no puede defenderse. Stalin no pudo hacerlo de las justificadas acusaciones de su antiguo colaborador; Allende tampoco habría podido si Altamirano hubiese hecho responsable al Jefe de Estado, para exculparse a sí mismo.



No lo hizo, quizás por nobleza o quizás porque habría sido inaceptable para los cultores del mito allendista. O, talvez, porque bien sabe Altamirano que a mediados de 1973 el mismo Allende se había movido más y más hacia la extrema izquierda, que a esas alturas ambos consideraban que el marco democrático era meramente formal, que las verdaderas transformaciones habría que hacerlas -si salían del enredito- más allá de la Constitución y de las leyes. Y, por último, bien recuerda Altamirano que ambos creían en la necesidad de movilizar a las masas, armándolas aún más, si ello fuera necesario, para enfrentar a las Fuerzas Armadas.



Porque no fue Altamirano, sino Allende el que dijo: "Utilizando primero la ley, utilizaremos luego la violencia revolucionaria".