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jueves, 2 de diciembre de 2010

¿Educación sin familia? Imposible, por Gonzalo Rojas Sánchez.

¿Educación sin familia? Imposible,

por Gonzalo Rojas Sánchez.

Falta la piedra angular. Como faltó en la reforma de Frei Montalva; como apenas estaba insinuada en la municipalización de Pinochet; como fue ignorada en las sucesivas modificaciones de la Concertación. Por cierto, sólo Allende la tuvo en cuenta, para intentar destruirla mediante la ENU.



También ahora, en la reforma de Piñera, falta una vez más la piedra angular de un proyecto de reforma educacional: la familia.



La ausencia es tan evidente, que los expertos que dialogaron con el ministro de Educación durante más de dos horas jamás se refirieron a la familia -ni en sus preguntas ni en sus objeciones-, y cuando Lavín sí lo hizo -en una sola oportunidad-, fue para justificar la necesidad de que los padres tengan más y mejor información sobre los puntajes de las pruebas Simce.



Nada más. Sólo mejor información, como si el proceso educativo no fuera integral, como si comenzara en el momento en que el niño llega al establecimiento y terminara al iniciar sus primeros pasos en la vereda o al subirse al minibús que lo conduce a su casa. Sobre su hogar, sobre el ámbito de las primeras letras, números, hábitos y criterios, no hay nada. Sobre los padres, primeros educadores, ni una palabra, ni una medida, ni un estímulo; nada.



Así es imposible. ¿O es que el temor a las desigualdades de la cuna se está extendiendo a las desigualdades familiares de todo tipo? Porque o se asume con valentía que entre las familias chilenas hay cientos de miles que tienen carencias educacionales que hay que corregir, que otros cientos de miles poseen potencialidades que hay que reforzar, y que un tercer grupo goza de activos que hay que explotar al máximo -se asume todo eso y se toman medidas-, o se ignora por completo el ámbito familiar, como parece estar sucediendo una vez más.



Pero si las familias no son un dato clave, se prescinde, de paso, del carácter unitario del niño; de su día único, aunque segmentado en esas dos mitades que requieren complemento: casa-calle y colegio. Se planifica entonces una reforma para seres de laboratorio, los beta y los gama, supuestamente moldeables por completo en una escuela.



De ese modo, en todo caso, no se beneficia ni a los niños de Chile, ni a los colegios que los acogen. Porque mientras no se vincule a las familias mucho más estrechamente con el proceso educativo, seguirán repitiéndose dos patrones perversos.



Por una parte, padres y madres ausentes de la educación de sus hijos: un cero en colaboración. Nunca un "¿cómo te fue?" verdaderamente interesado, nunca un "¿en qué te ayudo?" efectivamente productivo.



Y por otra, padres y madres agresivos con los colegios a raíz de los problemas escolares de sus hijos: un 10 en confrontación. Una reciente caricatura doble es muy decidora: en la primera viñeta, unos padres en actitud enérgica, junto a la serena profesora, miran a su compungido hijo de 10 años, sentado frente a ellos; tienen abierta la libreta con malas notas y le preguntan al niño, en tono exigente: "¿Qué significan estas notas?". Corría el año 1960. En el segundo dibujo, unos padres furiosos, de pie junto a su orgulloso hijo, increpan a una angustiada profesora; la interpelación es obvia: "¿Qué significan estas notas?". Estamos en 2010.



¿No podría acaso contemplarse entre las medidas alguna que facilite y premie un mayor tiempo de presencia adulta en la casa con los niños, con esos niños que se da la casualidad que son los propios hijos? ¿No debieran quizás estimularse las escuelas de padres y madres en los colegios, para que la presencia física de aquéllos en los establecimientos sea, ante todo, positiva y colaborativa?



Tanta imaginación para vigas, techos y decorados, pero tan poca para la piedra angular.