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viernes, 31 de julio de 2009

Carpe diem en Berlín, por Roberto Ampuero.


Carpe diem en Berlín,
por Roberto Ampuero.

Mientras visito este verano boreal la capital alemana, que en noviembre próximo cumplirá 20 años sin “Muro”, me impresionan —más allá de la reconstrucción y renovación de la zona oriental de la ciudad y del nuevo centro político y comercial— la vitalidad, la diversidad y el goce de vivir que exhiben los berlineses. Nada queda del Berlín oriental gris y ensimismado, de escasos cafés y restaurantes, de seres melancólicos, condenados a vivir hasta los 65 años en sus fronteras reforzadas con perros y alambradas, bajo el sistema de partido único. Los berlineses han cambiado. Hoy son cosmopolitas, vitales y alegres. Pese a la crisis que la golpea, Berlín es hoy la ciudad más fascinante de Europa.

Me instalo en la legendaria Oderberger Strasse, del Prenzlauer Berg, un antiguo barrio obrero y de intelectuales disidentes al régimen comunista. Visitaba amigos allí, en 1981. Está pegado a la vieja frontera. Su gente miraba por sus ventanas hacia el capitalismo y soñaba con él, pero tenía que vivir en el socialismo. Ahora el Muro es a ratos una franja ecológica, las fachadas de esas cuadras resplandecen restauradas, sus habitantes —muchos miembros de la “izquierda caviar”— visten de modo alternativo y ocupan esas calles atestadas de cafés, bares y restaurantes, donde el mundo se sienta desde temprano a conversar, comer, beber y contemplar. El servicio es flexible y amable. De día y de noche esas vías palpitan con mayor intensidad y hasta más tarde que las de Madrid o Roma. Los berlineses son los nuevos mediterráneos de Europa. Me pregunto si son los mismos berlineses de la ciudad dividida por el Muro.

Lo son y no lo son. Desde la reunificación, y debido al desequilibrio económico entre este y oeste y al regreso de los antiguos propietarios, muchos berlineses orientales se mudaron de Prenzlauer Berg y barrios semejantes buscando alquileres más baratos, mientras nuevos inquilinos e inversionistas occidentales, aunque también emprendedores orientales, restauraron edificios e instalaron negocios. Pronto llegaron turistas atraídos por la magnífica arquitectura mesurada de los Gründerjahre. Pese al 18 por ciento de desempleo, nadie, a no ser estalinistas nostálgicos, añora la RDA. Todos desean más seguridad social, pero no el Estado monopólico; mejor salud, pero no la del socialismo real; más apoyo a la cultura, pero no recorte de libertades artísticas. Nada expresa hoy más plásticamente el triunfo de la democracia y el libre mercado sobre el estatismo que Berlín y el original estilo de vida de sus habitantes.

Y pocos advierten que en Alemania oriental, específicamente en Berlín, el socialismo realmente existente ha sufrido no una, sino dos derrotas. La primera, política, hace 20 años, cuando el pueblo, sin disparar un solo tiro, inspirado en su anhelo de ser libre, derribó el régimen del PSUA y optó por una sociedad democrática. La segunda, económica, está ocurriendo hoy, ante nuestros ojos, paradójicamente en medio de una crisis económica que no pone en jaque al sistema, pero exige ajustes y correcciones de sus instituciones para superarla. Berlín nos recuerda —en momentos en que reaparecen quienes prefieren en lo económico el Estado fuerte en todo momento frente a la iniciativa individual— que hay un correlato entre libertad política y libertad económica, y no existe sustituto estatal para la creatividad individual, menos para la de pequeños y medianos empresarios. Son éstos quienes convirtieron al otrora opaco Berlín este en una de las zonas más vitales, gozosas y multifacéticas de la Europa actual.