Cuando se escriban una o más biografías de Pablo Longueira, sus autores dirán con justicia que la suya fue una vida notable. Bueno sería estar entre esos escritores, pero eso significaría que Longueira habría partido antes que el columnista, cosa nada conveniente para Chile.
El tipo es un intuitivo genial; su formación de ingeniero, sistemática, quizás ha logrado equilibrar en algo los chorros de pasión con que ha inundado la actividad pública desde sus primeros pasos como dirigente estudiantil. Generalmente acierta, porque casi siempre busca lo más difícil, lo no apto para pusilánimes, eso que descoloca y reubica. En la vereda del frente no falta el gélido que le critica su sentido sacrificial. Pero bueno, justamente es eso lo que lo hace tan atractivo y tan atrayente, imán y motor.
Y, que conste, no somos amigos; nunca he estado en su casa.
¿Qué entendió Longueira esta vez?
Que la UDI está cercada; que el partido más grande de Chile se presenta a las próximas elecciones con más cara de principiante que de experimentado maestro. O sea, que la UDI ha mostrado crecientemente su debilidad y que no serán los medios de comunicación los intérpretes de esas señales, sino que son sus aliados, sus amigos -sus históricos rivales de la Alianza-, los que están sacando el mayor provecho de tamaña claudicación.
No, el problema no está en la candidatura de Piñera. No es el empresario el que acosa a su partido aliado, aunque permita que otros lo hagan. Son más bien algunos senadores de RN los que se han planteado esta oportunidad electoral con el mismo objetivo que les dieron a las parlamentarias de 1989: era aquélla -y es ésta- la ocasión de poner a la UDI en el camino de su final desaparición. Y si no es ahora en el Parlamento, podría ser en los primeros cargos de gobierno; y si no se consuma ahí, aún quedaría la oportunidad de hacerlo con las designaciones de mitad de período. Es el otro desalojo, el de la UDI; para algunos RN, un desalojo muy importante, mucho más significativo aún que el de la Concertación.
Pero Longueira lo entendió. Ciertamente lo había visto ya tres años atrás y por eso quiso plantear entonces una opción propia. Pero, por razones comprensibles, le faltaron las fuerzas.
Y poco después, se equivocó.
Fue cuando José Antonio Kast tomó las banderas del proyecto propio, de la rehabilitación de la doctrina, de la mística y del estilo fundacionales de la UDI. Entonces, Kast se topó con Longueira, quien jugó todo su poderoso arsenal partidista para derrotarlo. Y, efectivamente, lo venció en las urnas de la elección de directiva y lo volvió a neutralizar cuando, con madurez, Kast propuso posponer la decisión pro Piñera en el Consejo Directivo, porque el diputado bien sabe lo que significan los Piñera boys.
Hoy, con nobleza y corriendo altos riesgos, Longueira acepta que Kast tenía razón, que nada puede ser peor para la UDI que el abandono de su proyecto, porque es la pérdida de un patrimonio que el propio partido llama "la esperanza popular". Y, entonces, reacciona y plantea una línea de argumentación que, salvando su opción por Piñera, advierte a los aliados que ya es perfectamente consciente de los riesgos y que no los aceptará. Así, Kast ha recuperado su piso y la juventud que lo apoya ha sido rehabilitada.
Por cierto, el elector aliancista tiene todo el derecho a considerar estas disputas como peleas chicas, a calificarlas como divisiones inútiles, a quejarse mirándolas como rencillas que quizás impedirán el triunfo de su candidato.
Pero, ¿le basta a ese mismo elector una victoria en las urnas o quiere de verdad un gobierno en que haya un proyecto común y una armonía previamente consolidada?