2011, el año del cambio,
por Gonzalo Müller.
Cuando Sebastián Piñera llevó su promesa del cambio hasta La Moneda, no imaginó las reales dimensiones y lo expansivo que resultaría su mensaje. La necesidad de cambio se había aculado ya por demasiado tiempo.
Hoy vemos a una ciudadanía empoderada, dispuesta a denunciar, articular, movilizarse, exigir sus derechos, enfrentar a la autoridad y desconfiada de los intermediarios en su relación con el poder. ¡Qué lejos queda la imagen del chileno que soportaba en silencio, que no levantaba la voz nunca, que asumía con resignación su realidad! Este cambio social y cultural se expresa transversalmente, pero con mayor fuerza en las nuevas generaciones, en los hijos de la abundancia, aquellos que han tenido acceso a una mejor educación y calidad de vida que nunca antes en nuestra historia.
Se trata de un ciudadano exigente con sus autoridades, que demanda mayor participación y transparencia en cada espacio de lo público y también de lo privado. Las marcas y las empresas se han comenzado a adaptar rápidamente a estos cambios, y la política hace sus mejores esfuerzos por estar a la altura, avanzando en la inscripción automática y el voto voluntario, en primarias para seleccionar a los candidatos, en revisar la ley de partidos políticos: la agenda del Gobierno en esta materia se ha ido fortaleciendo y puede provocar cambios profundos en la cultura política de nuestro país.
La sola voluntariedad del voto implica un cambio sustancial en la lógica que hasta ahora habían tenido nuestras elecciones, ya que como en nuestro viejo padrón electoral el voto era obligatorio para quienes decidían inscribirse, los candidatos sabían que, más que adhesión, lo determinante era mantener un bajo nivel de rechazo, porque finalmente los electores se verían obligados a votar, aunque fuera por el mal menor. Esto provocó que el discurso se homogeneizara en extremo, que la preocupación de los políticos fuera más la simpatía que la claridad de proyectos, que se instalara un discurso de lo políticamente correcto más allá de la necesaria coherencia entre lo que se dice y lo que se hace.
Muchas veces los grandes cambios implican un cierto rechazo inicial, vencer una resistencia cultural, para posteriormente consolidarse por sus frutos. Esto es parte del inicio de nueva cultura política, que privilegie la honestidad y la trasparencia aunque no se esté de acuerdo, frente al disfraz permanente de las diferencias.
Ahora se espera que, con la inscripción automática, incorporando a los más de cuatro millones de no inscritos (aunque nominalmente la participación electoral baje), pero sobre todo con la voluntariedad del voto, se introduzca un cambio político mayor. No sólo por la más alta incertidumbre en los resultados, que de por sí vigoriza la democracia, sino por el cambio en la conducta que van a tener que experimentar los partidos y sus candidatos, donde al actual esfuerzo por convencer se le quitará la subvención de la obligatoriedad. Así, la decisión previa de ir a votar implicará un desafío mayor quizás que la de por quién hacerlo.
A una ciudadanía más empoderada y dispuesta a asumir los costos de la movilización no debiera preocuparle este cambio en las reglas del juego, sino valorarlo positivamente. El problema lo tendrán aquellos que, sin convencer demasiado y sin motivar a nadie, han usufructuado demasiado tiempo de la inercia.
El que deberá trabajar más ahora será el candidato, no el ciudadano. Ya no veremos más a electores preocupados a última hora de conocer el nombre de los candidatos por los cuales obligados deberán votar, sino a candidatos recorriendo y convocando, hasta el último momento, para hacer ver la importancia de ir a votar, y la diferencia que es capaz de hacer si llega a ganar. Así, serán los candidatos quienes comenzarán a transpirar con más fuerza por conseguir movilizar y activar a la ciudadanía.
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