Democracia de las carambolas,
por Gonzalo Rojas Sánchez.
Carlos Larraín, Gonzalo Uriarte y Cristián Letelier son excelentes personas, pero qué pena que hayan llegado a ocupar sus nuevos cargos mediante la democracia de las carambolas.
En cada partido el procedimiento ha significado dos rebotes: un nuevo ministro es reemplazado en el Senado por un concejal y éste, en su municipalidad, por un candidato que no fue electo; en el otro caso, la carambola pudo ser incluso más larga (sólo faltó un tercer bote): la senadora abandona su cargo y es reemplazada por un diputado, y éste por un ex candidato en otro lugar (si hubiese sido también un concejal, el procedimiento habría tenido el máximo de carambolas posibles).
Seguro que los tres designados al Parlamento van a hacer grandes aportes en la promoción de la vida, de la familia, de la buena educación, de la ética pública, pero es lamentable que su legitimidad pueda ser cuestionada por el modo en que han accedido a sus cargos. Ahora hay dos senadores liberales menos, pero... ¿podrán los parlamentarios reemplazantes validarse fácilmente en la Cámara Alta?
La falla no es del sistema, porque perfectamente se pueden usar las escaleras cuando el ascensor no da garantías. Es lo que hacen miles de candidatos en cada elección municipal o parlamentaria: suben trabajosamente peldaño a peldaño.
Pero esta vez se prefirió el ascensor. Lo escogió el Presidente, lo usaron los actuales ministros Allamand y Matthei (y lo pide Longueira), lo aceptaron los nominados y lo hicieron andar los partidos que los respaldan. O sea, lo validaron el conjunto de personas que lo habían criticado como un mecanismo perverso y que incluso habían dudado de su constitucionalidad en el caso Tohá. Ahora, por una simple cuestión de sentencia formal, olvidaron todas las razones de fondo que esgrimían para rechazar esos ascensos que tanto se parecen al del sargento convertido en general.
Hay quienes consideran a la democracia una forma de vida. Para ellos, un despropósito como el cometido quizás tenga un valor menor, porque supuestamente hay otros mil actos con los que practican su comportamiento democrático.
Pero para quienes ven en la democracia una forma de administrar y dividir el poder mediante la participación de los ciudadanos, esto es muy grave. Si la democracia es considerada por los partidos de la Coalición sólo un mecanismo, sólo un conjunto de procedimientos -y en buena hora la miran así-, es grave que esos mismos procesos sean degradados del modo que hemos presenciado.
Son cientos de miles los jóvenes que están sin inscribirse, sin participar en las elecciones y que miran ahora a sus mayores y con toda razón pueden decirles: tontitos, ¿de qué les sirve votar si sus parlamentarios deciden no cumplir con sus períodos y a sus reemplazantes nunca los eligieron? Linda señal política y ética la que se da sobre el valor de la palabra empeñada...
Para salir de este embrollo, ¿no se podría, por ejemplo, seguir la sugerencia de Patricio Zapata, o quizás llevar a plebiscito al eventual reemplazante -si se consolidase la nefasta posibilidad de renunciar a un cargo parlamentario para ser ministro- pidiendo para validar al postulante al menos el 66% de los votos obtenidos por su lista en la anterior elección?