Virtudes: tristemente ausentes,
por Gonzalo Rojas Sánchez.
Durante la esplendorosa revista naval, un oficial de la Armada dijo al aire: "Los marinos siempre hacemos prácticas y entrenamos mucho, para que las cosas salgan perfectas".
La capacidad de cultivar la virtud ciertamente también ha estado presente en notables figuras civiles de nuestra historia. Es lo que se percibe en la biografía "Yo, Montt", dedicada a don Manuel y bien escrita por Cristóbal García-Huidobro. Y al estudiar a Manuel José Yrarrázaval, aparecía lo mismo: si quieres construir un Chile mejor, tienes que partir por mejorarte a ti mismo.
Pero en los análisis del Bicentenario -decenas de columnas, entrevistas, reportajes y encuestas- la gran ausente es la virtud. Se habla de leyes, de instituciones, de valores; pero no es lo mismo. Sin duda, las leyes favorecen o deterioran las instituciones. Y éstas son justamente los ámbitos en que puede desarrollarse la virtud. Pero un contrato no es la lealtad, aunque la posibilite; una agrupación musical no es la paciencia, aunque la facilite. Y, a su vez, los valores parecen más bien elecciones sobre lo cuantitativo y externo, que decisiones sobre lo personal e íntimo.
¿Huevo o gallina? Da igual: no hay instituciones sin virtudes, ni hay vida virtuosa fuera de lo institucional. No habrá Chile sin buenos comportamientos personales; habrá congreso y Presidencia y tribunales y universidades, pero no llegará a plasmarse un gran proyecto nacional si no es por la sumatoria de nuestros buenos hábitos.
En torno al Centenario, Valdés Canje y Encina -después, Huidobro- se quejaron tristemente de nuestra carencia de hábitos buenos. San Alberto Hurtado y Gabriela Mistral se esforzaron también por señalarnos derroteros virtuosos. Pero, a pesar de todo eso, hoy vivimos en el minimalismo ético: no hagas a los demás lo que no quieras que te hagan a ti. Ciertamente gozan de gran prestigio la justicia, la tolerancia y la solidaridad. Bien por ellas, porque podrían servir de pivotes para recuperar otros comportamientos que son desconocidos o despreciados.
Porque el empresario que paga salarios justos, pero que no es leal, ni transparente, ni puntual, deteriora su ambiente laboral; y la empleada que acepta tolerantemente las más variadas opiniones, pero que es infiel en su matrimonio o dilapidadora en sus gastos, daña a sus más cercanos; y el alumno universitario que construye mucho, si se destruye a sí mismo en la ingesta alcohólica desenfrenada o en la práctica sexual desordenada, fractura su compromiso y lo terminará abandonando.
Más de 12 millones de chilenos tenemos capacidad libre de ser virtuosos. O sea, cada día se realizan en el país cientos de millones de actos que expresan el bien o el mal. No se busque otra realidad más evidente, numerosa y decisiva: no la hay.
Pero los liberales nos dicen que la autonomía personal es lo único que cuenta. Algo así como: "Todo lo que hagas sin que afecte a otros, vale por sí mismo, como expresión de tu soberanía". Ese supuesto no existe. Todo acto personal afecta a los demás: a los más próximos, a un segundo círculo y, finalmente, a Chile entero.
Un pensamiento, por solitario que sea, tendrá consecuencias perceptibles a corto plazo. ¿Tienes rencor? Se notará poco después en tu modo de tratar. ¿Estás con lata? Se apreciará sin duda en tus próximas acciones. ¿Anidas egoísmo? Ciertamente no participarás sino en lo que te produzca placer.
La virtud se enseña, se forma. Tampoco cabe duda alguna de que en esa dimensión hay en Chile una grave desigualdad en los ingresos, porque muchos son injustamente privados de esa imprescindible alimentación. Es grave, porque ahí se juegan los próximos 100 años.