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martes, 7 de septiembre de 2010

Un premio merecido y oportuno, por Cristina Bitar.

Un premio merecido y oportuno,

por Cristina Bitar.


Vivimos tiempos difíciles para la literatura. Si bien es cierto que el mayor desarrollo trae aparejados mayores niveles de riqueza y, por lo tanto, más personas tienen la capacidad económica para acceder al libro, no lo es menos que la tecnología provee de una cantidad de recursos alternativos de entretención más atractivos para jóvenes y adultos. La oferta de juegos electrónicos y de la misma televisión que, a través de servicios de cable y satelitales, permite tener acceso a películas y series en línea con Estados Unidos, pone en una situación difícil al libro, que corre el riesgo de quedar más bien relegado a un núcleo reducido de intelectuales. Sin embargo, el libro tiene una riqueza insustituible: a través de él se vive la magia de la imaginación, de la emoción, pero especialmente es en él donde encontramos las mayores y más profundas reflexiones sobre la vida misma. Por eso la literatura es tan importante: es humanidad en su sentido más puro. Es en la literatura en que se encuentra mejor que en ninguna otra parte las preguntas que desde siempre han punzado el corazón y la mente de los seres humanos; es en la literatura en donde algunas veces, incluso, mejor se encuentra respuesta a esas preguntas.


Nuestra educación tiene grandes problemas. Los jóvenes salen del colegio sin entender, en un porcentaje relevante, lo que leen, ni saben expresar sus ideas por escrito, lo que, como lógico corolario, trae aparejadas dificultades severas para tener pensamiento abstracto y capacidad de razonar y comunicar sus reflexiones. Así, vamos construyendo un mundo cada vez más encadenado a lo material, pegado a la tierra, con nuevas generaciones que saben cada vez más de tecnología y menos de humanidad. Probablemente por eso admiro tanto a los escritores, esas personas especiales que son capaces de construir mundos en los que nos vemos nosotros mismos, nuestros dolores, nuestras esperanzas, nuestras alegrías. A través de esos mundos que se abren en sus páginas aprendemos a conocernos, nos miramos hacia nuestro interior y crecemos en eso que cada día nos hace más falta: humanidad. Entendemos mejor nuestra familia y nuestra sociedad, nos definimos frente a dilemas sociales y personales, viajamos hacia afuera recorriendo el mundo y también viajamos hacia adentro, en el viaje más fascinante y difícil, el viaje a nuestro interior.


Una vez hace muchos años le pregunté a una persona extraordinariamente culta qué me recomendaba leer, por dónde había que partir. Su respuesta fue muy simple: Lea lo que le guste y, cuando algo no le guste, déjelo; Ud. tiene que encontrar sus propios libros y uno lo llevará a otro y luego a otro. Tenía razón, y si algo he aprendido siguiendo su consejo es que la literatura es un laberinto de mil pasillos que llevan todos de manera distinta a un resultado muy parecido. Lo importante es entrar en el laberinto y abandonarse en él. Hay libros que hay que leer primero, hay otros que hay que leer después y están los que hay que leer toda la vida. Por eso, y lo digo con respeto, tomo a los críticos con cierta distancia; su opinión es sin duda valiosa, pero siempre parcial y expresión de una relación personal e irrepetible: la que se da entre cada lector y cada libro.


Digo todo esto porque este año el Premio Nacional de Literatura ha recaído en una mujer que ha escrito libros que para mí han sido maravillosos, tal como lo han sido para millones de personas en los cinco continentes. Isabel Allende me ha acercado a la literatura, me ha hecho conocerme mejor, me ha hecho viajar, me ha hecho reflexionar sobre nuestra historia contemporánea. Isabel Allende es autora de “mis” libros y para mí, al menos, en mi pequeño y propio laberinto, no puede haber un premio más merecido y oportuno.