Las campanas de Chicago,
por Jorge Edwards.
Hace ya dieciocho o diecinueve años, llegué a Chicago a mediados del mes de enero, en pleno invierno, con un cargo de profesor invitado en la universidad. Una mañana comencé a buscar mi camino hacia mi sala de clases, entre cascotes de hielo, y escuché un redoblar de campanas que llegaban desde los cuatro puntos cardinales del distrito de Hyde Park. Era la primera guerra del Golfo que había estallado, la de George Bush padre, la que puso a raya a Sadam Hussein en sus ínfulas expansionistas, pero se limitó a contenerlo dentro de su territorio y a cercenar sus poderes. Muchos, entonces, se preguntaron por las razones para no entrar al centro del país y destruir la dictadura. Y parece que la respuesta la tenemos ahora, cuando las tropas norteamericanas se retiran después de más de siete años y cuando su intervención militar se revela como uno de los grandes fracasos de la política de Washington.
Estuve en Chicago en aquella mañana solemne del revuelo de las campanas, y estuve de nuevo hace poco, en el cargado último trimestre del 2008, durante la campaña electoral, el triunfo extraordinario de Barack Obama, celebrado con canciones colectivas y fuegos de artificio a una veintena de cuadras de mi casa, y en medio de las promesas de un pronto retiro de Irak. Las promesas se acaban de cumplir, con toda la solemnidad que requiere el caso, con un discurso de Obama en el salón oval de la Casa Blanca, pero el ambiente político y económico, a sólo dos años de distancia, es de una diferencia abismante. Habría que meditar sobre la fragilidad de las cosas y la dificultad de hacer predicciones, como los antiguos, e insistir, quizá, en la noción generalizada, convertida en lugar común, de que el mundo nuestro, occidental, de raíces cristianas, se encuentra en una profunda decadencia. Porque Obama, en esos meses finales de 2008, era una esperanza, alguien que hacía pensar que un cambio positivo de los Estados Unidos y del mundo era posible, y todo ese ambiente, ese espíritu, se podría ver con la perspectiva de hoy como una esperanza frustrada y un exceso de optimismo.
La situación de hoy, desde luego, nos muestra que la decisión estratégica norteamericana, al resolver sobre la intervención masiva en Irak, fue completamente equivocada. Las tropas se retiran y en lugar de dejar atrás una democracia moderna, consolidada, dejan a un país dividido, arruinado, en estado de guerra civil no declarada, con un gobierno inestable, o más bien, después de las últimas elecciones, sin un verdadero gobierno. De todas las alternativas, se diría que ha prevalecido la peor, y no existen soluciones cercanas a la vista. Claro está que Washington deja en el terreno a “sólo” cincuenta mis soldados, aparte de una multitud de funcionarios civiles que no dependen del Pentágono sino del Departamento de Estado.
A todo lo anterior se agrega un factor regional que no siempre se menciona, pero que influye hoy día en esa parte del mundo con una fuerza evidente. El Irak de Sadam Hussein era un contrapeso regional, una fuerza opuesta al Irán de los ayatollahs. Desapareció Hussein y parece que el integrismo islámico de Irán adquiere una proyección nociva, inquietante, que pisotea los derechos humanos más elementales. La condena a morir por lapidación de una mujer iraniana inocente, acusada del único delito, que no es delito en ninguna legislación moderna, de haber tenido relaciones sexuales fuera del matrimonio, es una manifestación clara de este integrismo plenamente anacrónico y extrañamente triunfal. De manera que nuestro planeta, después de la intervención desaforada en Irak de Bush y de sus halcones, está peor de lo que estaba: a eso no hay vuelta que darle. Mientras Irak, antiguo aliado de los Estados Unidos, está destruido, Irán acumula poder y marcha a pasos agigantados a conseguir el armamento nuclear. El problema, por lo demás, no termina aquí. Turquía, que era hasta hace poco, dentro de la zona, una potencia pro occidental, occidentalizada a la fuerza, pero con singular éxito, desde los años treinta del siglo pasado, por Kemal Ataturk, hoy vuelve lentamente al islamismo de sus orígenes, el de los sultanes y califas, el de la llamada Puerta Otomana, y hace amagos serios de acercamiento a los iraníes. Como se ve, el tablero se ha modificado de una manera radical, dramática, en desmedro de los intereses de Occidente. Bush y su gente no fueron capaces de vislumbrar este desarrollo de los sucesos, y las consecuencias están a la vista.
Los bonos de Obama están bajos en las encuestas, pero el hombre todavía puede jugar cartas importantes. Ha realizado algunas cosas interesantes en su presidencia, aparte de tomar medidas rápidas, eficaces, originales, para paliar la crisis económica de su país. Parece, ahora, que el estado general de la economía será el factor decisivo en las elecciones de mitad de período presidencial que se acercan. El empleo no anda bien, los datos del consumo y de las ventas de viviendas son mediocres, la salida de la crisis se muestra más lenta y más inestable de lo que se calculaba. Es decir, el problema nos afecta a todos, así como la invasión de Irak, que parecía en un comienzo un paseo militar, repercutió en todas partes. Obama anuncia que ahora habrá que concentrarse en poner en pie la economía norteamericana, ya que sólo un Estados Unidos fuerte y próspero podrá recuperar su influencia en el mundo. Es como proponer la vuelta a los comienzos, a los principios esenciales: un camino, quizá, demasiado largo, pero ninguna elección está ganada o perdida de antemano, por mucho que digan las encuestas. Si después de Irak la economía norteamericana da señales de renovación, Barack Obama podría recuperar terreno. De lo contrario, se abrirían todas las incógnitas, sin excluir las peores, las de una recesión económica que se profundiza y golpea en todos lados.