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viernes, 24 de septiembre de 2010

Dura de matar, por Roberto Ampuero.

Dura de matar,

por Roberto Ampuero.

Cuando escribí mi primera novela policial, una agente literaria europea me recomendó no seguir haciéndolo. En su opinión, los lectores europeos y norteamericanos estaban sólo interesados en novelas que representasen a la región mediante una narrativa de corte mágico-realista, como la de los célebres Gabriel García Márquez o Alejo Carpentier. No había espacio, creía ella, para latinoamericanos que practicasen un género creado en el norte en el siglo XIX. Las tramas de detectives, intriga y espías eran coto exclusivo de los autores del Primer Mundo o de aquellos nacidos en las naciones enfrentadas en la Guerra Fría. Además, en Chile nadie iba a creer en detectives de ficción radicados en Chile.

Su afirmación resultó tan errónea como aquella, en boga también entonces, de que la novela en general estaba condenada a morir pronto. La novela, en general, y la novela policial latinoamericana, en particular, gozan hoy de excelente salud en el mundo, a juzgar por las nuevas librerías y el auge de la venta de libros electrónicos. Muchos confunden el futuro del libro impreso con el futuro de la novela. Yo soy un optimista con respecto a lo segundo, porque nada sustituye la especificidad de lo que brinda la novela. Ningún otro arte, disciplina o tecnología nos permite indagar y explorar de forma tan intensa y profunda el alma humana, sus pasiones, anhelos y frustraciones. Y nada nos permite eludir esa terrible condena que nos oprime desde la cuna a la muerte: tener que ver el mundo desde nuestra estrecha perspectiva. Sólo la novela nos permite salir de nuestro yo, ingresar en otro ser para contemplar y tratar de entender las cosas desde allí, desde una posición de otro modo inalcanzable.

La novela policial latinoamericana, considerada ayer un género menor, se estudia hoy en universidades europeas y norteamericanas, genera congresos y ensayos, y contagia con sus recursos y atmósferas a la novela a secas. Es un avance notable, ya que en los años 40 había autores latinoamericanos que escribían bajo seudónimo anglo novelas policiales que ocurrían en una Nueva York o un Londres que nunca habían visto. Sospecho que su actual fortaleza estriba en que supo beber de la tradición anglosajona, aprender de la novela dura estadounidense y de las corrientes europeas, y luego se atrevió a romper su dependencia con respecto al norte y a crear un género prácticamente nuevo, original, auténticamente regional, pero inserto en el mundo globalizado, uno en el cual los investigadores kantianos del norte no tienen sitio, pues la realidad continental es irreductible a categorías del norte.

Su vitalidad viene también de su capacidad para proyectar la condición humana en las trepidantes y peligrosas metrópolis de América Latina, en su habilidad para presentar artísticamente la vida de hoy con un realismo estremecedor. Nada ofrece hoy, a mi juicio, una mejor radiografía de la región que la novela policial latinoamericana. Ella logra sumergirnos como azorados testigos en los dramas y las pasiones humanas, ya sea en medio de la letal Ciudad Juárez, la asfixiante Cuba del castrismo o la polarizada Venezuela, en la Colombia golpeada por la narcoguerrilla, el pujante Brasil de Lula o la aporreada Argentina, o bien en nuestra propia historia reciente. Nada ni nadie escapa a la lupa de los novelistas policiales latinoamericanos, ni el estado democrático ni el dictatorial, ni las zonas marginales ni las exclusivas, ni los gobiernos ni los militares ni la justicia, ni los abogados ni los periodistas ni los escritores. Es una gran forma de captarle el pulso al continente y los sueños y frustraciones de sus habitantes.

La novela nos permite eludir esa terrible condena que nos oprime desde la cuna a la muerte: tener que ver el mundo desde nuestra estrecha perspectiva.