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jueves, 5 de marzo de 2009

La cota que sí importa, por Gonzalo Rojas Sánchez.


La cota que sí importa
Gonzalo Rojas


Veinte, sesenta, hasta cien pares de ojos estará fijos en ese individuo solemne, el profesor universitario, que entrará en la sala de clases, el taller o el laboratorio, para iniciar en estos días la enseñanza de una nueva asignatura.


La escena se repetirá algunos miles de veces, porque varios miles son efectivamente los cursos que se imparten en nuestras universidades cada semestre. Lo mismo da si es en Arica, en Talca o en Punta Arenas; qué importa que sea a la orilla del mar o en plena cordillera; es casi irrelevante que el curso pertenezca a una corporación con 100 años de vida o a otra que apenas balbucea las primeras palabras.


La única cota que de verdad le interesa al medio millón de jóvenes universitarios chilenos es la altura humana, la categoría personal de esa mujer, de ese hombre que estarán a cargo de ellos en los cursos del pregrado.


¿Existirá un fenómeno de mayor importancia política (SÍ política, cívica, para la ciudad, para la vida social) que la calidad de los profesores universitarios? Sus alumnos, el tres por ciento de los chilenos, los más cualificados por rendimiento previo y por interés en formarse, están en sus manos. Alguien podrá restarle gravedad a lo que los profesores hagan, y quejarse después legítimamente de las fallas humanas y técnicas que presenten los jóvenes profesionales?


Bueno, sí todos los que creen que lo decisivo es el lugar físico donde se encuentra una universidad, su barrio, su relación con gases y piedras, la composición estadística de sus alumnos. Sólo quienes ignoran o minimizan la importancia del talante moral e intelectual de los profesores centrarán el debate universitario en el aspecto de los campus. Pero la inmensa mayoría de los estudiantes está mucho más interesada en las cotas personales de sus educadores. Y no por egoísmo, sino porque intuyen la enorme relevancia social que tiene la docencia.


A algunos les puede tocar una vaca sagrada, un Russell Crowe ("Una mente brillante") que les transmita lapidarios mensajes: "Ustedes son todos unos ineptos y, por eso, en este ramo estoy perdiendo mi valioso tiempo de investigación". Una vaca sagrada -hay unos pocos en nuestras universidades- que con su petulancia aleja a la mejor juventud de la ciencia y de la enseñanza. Grave.


O puede entrar a clases un Michael Caine ("Educando a Rita"), el típico aburguesado. El sujeto fue valioso, dio una cota alta, pero se quedó ; y ahora, vegeta. De éstos, triste pero cierto, hay multitud en nuestras universidades. Parecen ofrecer un solo legado: "Hay que subirse a la correa transportadora al éxito y, después, aguantar la lata de vivir para la plata y sin ideales".


También estarán a cargo de cursos, por desgracia, los parafernálicos. Sí, los que imitan a Robin Williams ("La sociedad de los poetas muertos"). Procurarán impactar, impresionar y capturar mentes juveniles; atacarán a Pinochet con o sin relación con su ramo, desprestigiarán a la Iglesia Católica, con Bush se darán un festín y afirmarán que Stalin era muy carismático. Sacarán risas y adhesiones fáciles, pero no enseñarán: engañarán.


Afortunados los alumnos que reciban enseñanzas de los Anthony Hopkins ("Tierra de sombras"). Quizás esos profesores les parecerán, de entrada, algo duros, rigurosos, exigentes. Pero con el paso de los días y las semanas, aprenderán a valorar el auténtico interés y la real calidad humana e intelectual de esos verdaderos maestros, porque gastarán generosamente su tiempo, entregarán sin reservas su sabiduría y conseguirán vocaciones de servicio público. Darán el alto.

Esa es la cota que importa, porque pocas relaciones tienen mayor trascendencia política que la de los grandes profesores con sus mejores alumnos.