Aires del mundo,
por Jorge Edwards.
La reacción de su partido con motivo del nombramiento de Jaime Ravinet en el Ministerio de Defensa me pareció, para decir lo menos, exagerada. Supongo que hay métodos más amables de congelar la militancia o dejarla en suspenso. Ravinet ha sido un personaje importante en su sector en las últimas décadas. Creer que es necesario acusarlo y castigarlo por el delito de aceptar colaborar con un gobierno de otro signo, y además en un área de interés nacional, me parece propio de una política anticuada en Chile y en el mundo: la que da la prioridad a la confrontación dentro de la sociedad, por encima de la colaboración. Es un tema que ya se discutía en los años cincuenta del siglo pasado y en que las políticas de polarización, de división, de guerra o guerrilla internas resultaron al fin mal paradas. Después de esto, claro está, vienen los detalles, las exigencias internas de los partidos y las coaliciones, pero la línea general me parece clara. Alguien dijo que Ravinet había escogido la manera peor de poner fin a su carrera política. Tampoco me parece una frase muy acertada. La ambición principal de su formación o su ex formación debería consistir en mantener la identidad y la influencia que ha mantenido a lo largo de décadas, y que ahora, por lo menos para un observador lego y ajeno, se ve seriamente desdibujada.
Por mi lado, siento la imperiosa necesidad de levantar la vista, de salir del área local y seguir por un momento los aires del mundo. Me retiro por unos días que sólo serán de relativo descanso, y lo hago cargado de diarios chilenos y extranjeros, de revistas, de libros heterogéneos, además de un menú musical variado e interesante. Hace alrededor de quince años hice algo parecido, que también rompía con mis costumbres habituales: partí a una playa de la costa de Tarragona, en Cataluña, con las Epístolas a Lucilio, de Séneca, y con las obras para piano solo y para dos pianos de Serguei Rachmaninov. Me parece contradictorio que ahora, con más años, esté más lejos del estoicismo de Séneca, más interesado y hasta conmovido por los sucesos actuales. Leo, por ejemplo, un análisis de la reunión reciente de los países más ricos del mundo en Davos. El analista que escribe en Le Monde se quedó con una impresión bastante clara: la de una preocupación y un fuerte pesimismo de las naciones occidentales desarrolladas, en contraste con la pujanza de algunas de las potencias emergentes. Hace mención especial de Brasil y de China, pero también señala que la India, durante la crisis del año 2009, sólo creció a un nivel de 7%, y que ahora espera recuperar el 9% al que estaba acostumbrada. Vistas desde esta perspectiva, las conclusiones del encuentro de Davos apuntan a un cambio radical de las corrientes históricas de los últimos dos o tres siglos. En 1990, esto es, hace nada, hace veinte años, las economías sumadas de China, India, Corea del Sur e Indonesia eran menores que la de Italia. Hoy día, China sola ha superado a Alemania. Lo más impresionante de estas cifras es el tiempo, el plazo. El desarrollo espectacular de China, su transformación en una gran potencia moderna, sólo ha exigido cerca de tres décadas. Estados Unidos, en cambio, tardó cerca de un siglo en llegar a esos niveles. Y los principales países europeos, casi dos siglos.
La comparación del desarrollo chino, de sus principios, de su contexto, de sus supuestos intelectuales, con el de las naciones de Occidente, es absolutamente inquietante. Porque Francia, Inglaterra, Estados Unidos, y Alemania e Italia en líneas más alteradas, conocieron desarrollos equilibrados, con libertades democráticas más o menos constantes y con un avance paralelo de la cultura. China avanza, en cambio, con un sistema de mercado capitalista en una dictadura política comunista y en un ambiente cultural rigurosamente controlado. Nosotros creíamos que las libertades eran una condición del desarrollo, pero el caso de China nos deja perplejos, sin argumentos. Y ocurre que el rigor que aplican los grandes países occidentales en materia de derechos humanos es diferente cuando se trata de la Cuba de Fidel Castro o del Chile de Pinochet, a cuando se trata del enorme Imperio del Medio. Es triste decirlo, es una comprobación del cinismo universal, pero no queda más remedio. Hace también alrededor de quince años me tocó presidir el CRE, la comisión de la Unesco encargada de los derechos humanos en las materias de su competencia, y ahora me parece que aquellas vacaciones anómalas en Tarragona, en compañía de Séneca, el estoico, el irónico, el escéptico, pueden haber sido consecuencia de aquella complicada experiencia diplomática. Había acusaciones que apuntaban a China, y me acuerdo de una pregunta del embajador de Austria, pronunciada con una expresión de preocupación intensa: ¿Usted cree que países como Austria, Chile, Italia, pueden darse el lujo de acusar a China? La pregunta era difícil, sin duda, y mientras más crece China, más difícil se pone. Podemos pensar que la modernización de la economía terminará por modernizar la política, pero el único camino para eso es ser optimista y cruzar los dedos.
La visión internacional del crecimiento de China, por otra parte, no es unánime, y eso introduce un matiz y hasta podría darnos una sensación de alivio. Algunos expertos dudan de la capacidad de China para pasar de la condición de potencia a la de súper potencia. Los argumentos son muchos, contundentes, a veces sorprendentes. Por ejemplo, se sostiene que la población ha envejecido y el país tiene serias dificultades para alcanzar un tipo de crecimiento basado en la demanda interna. Esto tendría una consecuencia grave: se necesitarían treinta años más, por lo menos, para acabar con la miseria del campo chino. Los campesinos franceses, que dejan su automóvil de último modelo a la orilla de un sendero para subirse a un tractor también de último modelo, al igual que los campesinos norteamericanos, que dejan sus caballos de fina sangre para los rodeos, están muy lejos de verse todavía en los campos que rodean a Pekín o a Shanghai. Allá es la bolsa de arroz y la carga al hombro. La historia, como se ha dicho tantas veces, es lenta, y tiene una enseñanza adicional, a la que los políticos en activo, de uno u otro lado, deberían estar siempre atentos: la historia termina por burlarse siempre de las teorías políticas.