reproducimos por ser de plena actualidad y contingencia.)
Acuerdos y desacuerdos, por Jorge Edwards.
Pasamos de una atmósfera de acuerdos en los primeros años de la transición a una de desacuerdos, de divisiones más bien ásperas. No digamos que un lado tuvo más culpa que el otro. Entrar en la recriminación, en la acusación permanente, es algo que no termina nunca y no tiene demasiado sentido. Pero se escuchan argumentos curiosos, que a primera vista parecen fuertes, pero que en un segundo examen no son tan impresionantes. Se sostiene, por ejemplo, que la llamada democracia de los acuerdos se justificaba en una época de crisis aguda, de peligro de retroceso, de amenaza militar, y que ahora, veinte años más tarde, ya es completamente innecesaria. Me parece que mirar la situación actual en esta forma es hacerlo con poca visión de nuestra historia reciente, sin haber aprendido o sin haber querido aprender las lecciones principales. Nosotros llegamos a nuestra crisis de hace ya treinta años precisamente por la polarización extrema, por la división tajante, sin concesiones de ninguna clase, que se había producido en la vida chilena. Basta recordar el lenguaje de aquellos años. La violencia comenzaba en las palabras, en los desfiles, en las consignas que se gritaban a voz en cuello, en los pasquines, y no se sabía hasta dónde podía llegar. Eso nos debería indicar, más allá de toda crisis momentánea, de boinazos y esas cosas, que una atmósfera de convivencia civilizada, de consenso mínimo, es siempre, antes y ahora, necesaria y útil. Sebastián Piñera tuvo una que otra exageración antes de la elección, como esa de anunciar que los funcionarios iban a tener que aprender a levantarse temprano, pero fue producto del momento, de los últimos días de la campaña. Después del 17 de enero ha utilizado un lenguaje conciliador, pacificador, de búsqueda de acuerdos, orientado al tema de la unidad nacional, y eso, en lo esencial, dejando a un lado complicaciones bizantinas, es positivo, y lo es sobre todo en el caso de un país que llegó a divisiones tan graves, propias de una guerra civil larvada, cercanas a una guerra verdadera. Algunos dicen que esos peligros, esa crisis de la convivencia chilena, tienen ahora más de veinte años. Pues bien, veinte años, en un proceso histórico y social, no es nada, y aquí no estamos hablando de tango, estamos hablando de temas vitales, que nos comprometen a fondo.
Tiene que haber un gobierno y una oposición, en eso estoy perfectamente de acuerdo, pero la posibilidad de que algunos miembros de la Concertación, en razón de sus competencias, de su capacidad, colaboren con el nuevo gobierno en cargos públicos, es algo propio de una democracia del siglo XXI. No es para andarse rasgando por ahí las vestiduras, denunciando maniobras ocultas, torcidas, maquiavélicas. Sucede en Estados Unidos, donde el Partido Republicano no se extraña y no deja de ser oposición porque Obama haya mantenido en el gobierno a importantes personajes de sus filas, y sucede en Francia, donde los socialistas, que andan hace un rato con el paso cambiado, expulsan a Bernard Kouchner por aceptar la tarea de ministro de Asuntos Exteriores, y no sé qué hacen con Jack Lang. En un país como Chile, que tuvo hace una generación una guerra interna tan virulenta, esos signos transversales, por nombrarlos de alguna manera, deberían ser tranquilizadores y bienvenidos. Lo demás me parece una majadería.
El tema de los acuerdos políticos es diferente del tema de los nombramientos de personas ajenas a los sectores de gobierno. Ahora bien, ¿puede haber una democracia moderna sin tratos entre gobierno y oposición, sin consensos mínimos, sin uno que otro acuerdo esencial? La expresión democracia de los acuerdos puede ser un nombre y puede transformarse en un eslogan, en una consigna, pero si hubo un ambiente así que ayudó a salir de la dictadura, también es posible que un ambiente parecido, equivalente, actualizado, nos ayude a salir del subdesarrollo. Si ustedes creen que lo importante hoy día es la identidad (palabra mágica) de la Concertación, de la Coalición, de todas esas entidades, mi impresión es de que se van por las ramas. Lo que importa de verdad es que Chile, que vive en la crisis permanente del atraso, de la pobreza, de la educación de mala calidad, de la incultura, no pierda la oportunidad del desarrollo, de convertirse en una sociedad más moderna, mas culta, más equitativa, posibilidad que parecería estar a la vuelta de la esquina, pero que se nos podría escapar y esfumar.
Las reacciones de la gente de la Concertación, frente a los pedidos de colaboración y de acuerdos del Presidente electo, más allá de las apariencias, de las formas, han sido claramente diferentes. Unos han levantado muros de contención, defensas casi numantinas, y otros, con reservas, con precauciones, con distingos sutiles, han exhibido un evidente ánimo de colaborar. Se ha ido desde la noción de negar la sal y el agua, propia de nuestra historia pequeña, a la noción contraria. ¿Cuál será la concepción moderna, actual, de progreso auténtico, no de progresismo en las puras palabras? En alguna crónica próxima voy a hablar del Chile que me imagino, de una utopía posible, y por el momento me callo.
Salvador Allende, en su etapa inaugural, declaró algo que ahora, felizmente, sería imposible declarar: que no sería el presidente de todos los chilenos. Esa declaración fue una especie de antilección, y todos tendríamos que haberla aprendido de memoria. Hace pocas semanas escuché al Presidente brasileño, Ignacio Lula da Silva, en una entrevista de televisión en español. El entrevistador le preguntó si le gustaría polemizar con Mario Vargas Llosa y Lula contestó que no tenía tiempo para polemizar con absolutamente nadie. Dijo que el trabajo de gobernar el Brasil le tomaba la totalidad de su larga jornada y agregó algo interesante: que gobernaba para todo el país, no sólo para los obreros, sino para los trabajadores, los empresarios, los ancianos, los niños, la gente de todas las clases y todos los estratos de la sociedad. Me dije que Lula, ex obrero metalúrgico, era un hombre del siglo XXI, alguien que había asimilado en profundidad las enseñanzas del pasado y que no iba a repetir los antiguos errores. No puedo decir ahora cuáles son las conclusiones exactas para el caso nuestro, pero vale la pena ponerse a estudiar el asunto sin prejuicios, sin un hacha que afilar. A veces observo reacciones histéricas, odiosas, furiosas, y me dejan preocupado. No sólo por mí, por todos nosotros.
Pasamos de una atmósfera de acuerdos en los primeros años de la transición a una de desacuerdos, de divisiones más bien ásperas. No digamos que un lado tuvo más culpa que el otro. Entrar en la recriminación, en la acusación permanente, es algo que no termina nunca y no tiene demasiado sentido. Pero se escuchan argumentos curiosos, que a primera vista parecen fuertes, pero que en un segundo examen no son tan impresionantes. Se sostiene, por ejemplo, que la llamada democracia de los acuerdos se justificaba en una época de crisis aguda, de peligro de retroceso, de amenaza militar, y que ahora, veinte años más tarde, ya es completamente innecesaria. Me parece que mirar la situación actual en esta forma es hacerlo con poca visión de nuestra historia reciente, sin haber aprendido o sin haber querido aprender las lecciones principales. Nosotros llegamos a nuestra crisis de hace ya treinta años precisamente por la polarización extrema, por la división tajante, sin concesiones de ninguna clase, que se había producido en la vida chilena. Basta recordar el lenguaje de aquellos años. La violencia comenzaba en las palabras, en los desfiles, en las consignas que se gritaban a voz en cuello, en los pasquines, y no se sabía hasta dónde podía llegar. Eso nos debería indicar, más allá de toda crisis momentánea, de boinazos y esas cosas, que una atmósfera de convivencia civilizada, de consenso mínimo, es siempre, antes y ahora, necesaria y útil. Sebastián Piñera tuvo una que otra exageración antes de la elección, como esa de anunciar que los funcionarios iban a tener que aprender a levantarse temprano, pero fue producto del momento, de los últimos días de la campaña. Después del 17 de enero ha utilizado un lenguaje conciliador, pacificador, de búsqueda de acuerdos, orientado al tema de la unidad nacional, y eso, en lo esencial, dejando a un lado complicaciones bizantinas, es positivo, y lo es sobre todo en el caso de un país que llegó a divisiones tan graves, propias de una guerra civil larvada, cercanas a una guerra verdadera. Algunos dicen que esos peligros, esa crisis de la convivencia chilena, tienen ahora más de veinte años. Pues bien, veinte años, en un proceso histórico y social, no es nada, y aquí no estamos hablando de tango, estamos hablando de temas vitales, que nos comprometen a fondo.
Tiene que haber un gobierno y una oposición, en eso estoy perfectamente de acuerdo, pero la posibilidad de que algunos miembros de la Concertación, en razón de sus competencias, de su capacidad, colaboren con el nuevo gobierno en cargos públicos, es algo propio de una democracia del siglo XXI. No es para andarse rasgando por ahí las vestiduras, denunciando maniobras ocultas, torcidas, maquiavélicas. Sucede en Estados Unidos, donde el Partido Republicano no se extraña y no deja de ser oposición porque Obama haya mantenido en el gobierno a importantes personajes de sus filas, y sucede en Francia, donde los socialistas, que andan hace un rato con el paso cambiado, expulsan a Bernard Kouchner por aceptar la tarea de ministro de Asuntos Exteriores, y no sé qué hacen con Jack Lang. En un país como Chile, que tuvo hace una generación una guerra interna tan virulenta, esos signos transversales, por nombrarlos de alguna manera, deberían ser tranquilizadores y bienvenidos. Lo demás me parece una majadería.
El tema de los acuerdos políticos es diferente del tema de los nombramientos de personas ajenas a los sectores de gobierno. Ahora bien, ¿puede haber una democracia moderna sin tratos entre gobierno y oposición, sin consensos mínimos, sin uno que otro acuerdo esencial? La expresión democracia de los acuerdos puede ser un nombre y puede transformarse en un eslogan, en una consigna, pero si hubo un ambiente así que ayudó a salir de la dictadura, también es posible que un ambiente parecido, equivalente, actualizado, nos ayude a salir del subdesarrollo. Si ustedes creen que lo importante hoy día es la identidad (palabra mágica) de la Concertación, de la Coalición, de todas esas entidades, mi impresión es de que se van por las ramas. Lo que importa de verdad es que Chile, que vive en la crisis permanente del atraso, de la pobreza, de la educación de mala calidad, de la incultura, no pierda la oportunidad del desarrollo, de convertirse en una sociedad más moderna, mas culta, más equitativa, posibilidad que parecería estar a la vuelta de la esquina, pero que se nos podría escapar y esfumar.
Las reacciones de la gente de la Concertación, frente a los pedidos de colaboración y de acuerdos del Presidente electo, más allá de las apariencias, de las formas, han sido claramente diferentes. Unos han levantado muros de contención, defensas casi numantinas, y otros, con reservas, con precauciones, con distingos sutiles, han exhibido un evidente ánimo de colaborar. Se ha ido desde la noción de negar la sal y el agua, propia de nuestra historia pequeña, a la noción contraria. ¿Cuál será la concepción moderna, actual, de progreso auténtico, no de progresismo en las puras palabras? En alguna crónica próxima voy a hablar del Chile que me imagino, de una utopía posible, y por el momento me callo.
Salvador Allende, en su etapa inaugural, declaró algo que ahora, felizmente, sería imposible declarar: que no sería el presidente de todos los chilenos. Esa declaración fue una especie de antilección, y todos tendríamos que haberla aprendido de memoria. Hace pocas semanas escuché al Presidente brasileño, Ignacio Lula da Silva, en una entrevista de televisión en español. El entrevistador le preguntó si le gustaría polemizar con Mario Vargas Llosa y Lula contestó que no tenía tiempo para polemizar con absolutamente nadie. Dijo que el trabajo de gobernar el Brasil le tomaba la totalidad de su larga jornada y agregó algo interesante: que gobernaba para todo el país, no sólo para los obreros, sino para los trabajadores, los empresarios, los ancianos, los niños, la gente de todas las clases y todos los estratos de la sociedad. Me dije que Lula, ex obrero metalúrgico, era un hombre del siglo XXI, alguien que había asimilado en profundidad las enseñanzas del pasado y que no iba a repetir los antiguos errores. No puedo decir ahora cuáles son las conclusiones exactas para el caso nuestro, pero vale la pena ponerse a estudiar el asunto sin prejuicios, sin un hacha que afilar. A veces observo reacciones histéricas, odiosas, furiosas, y me dejan preocupado. No sólo por mí, por todos nosotros.