Incompatibilidad de funciones.
Jorge Jaraquemada R., Fundación Jaime Guzmán E.
La incompatibilidad respecto del ejercicio de cargos directivos superiores en gremios con aquellos de las directivas centrales y regionales de los partidos políticos fue establecida en la Constitución en función de preservar ciertos principios fundamentales reconocidos en ella. Esta norma busca hacer efectivo, por una parte, el principio de autonomías sociales, conforme al cual toda entidad o sociedad intermedia entre el hombre y el Estado tiene derecho a procurar libremente la obtención de sus propios fines y objetivos específicos, y, por otra, el principio de subsidiariedad, de acuerdo al cual ni al Estado ni a otras sociedades les corresponde intervenir en el campo de acción propio de las personas ni de otras entidades que persigan fines legítimos. De aquí se deriva que, por ejemplo, los partidos políticos han de situar su acción a nivel de la conducción del Estado y no interferir en los gremios. El respeto de ambos principios está a la base de una sociedad libre respetuosa de los derechos y libertades de las personas, y es coherente con las definiciones dogmáticas que el constituyente realizó en la Carta Fundamental.
Esta incompatibilidad es ratificada por la Ley Orgánica de Partidos Políticos, señalando que el dirigente afectado deberá ejercer una opción entre ambos cargos dentro del tercer día contado desde que fue designado en aquel que la genera. Si el dirigente no ejerce esta opción, la ley le señala una sanción clara y precisa: cesará en el cargo que desempeñaba con anterioridad. La consecuencia para el hecho público de que el señor Arturo Martínez está ejerciendo a la vez los cargos de presidente de la CUT y vicepresidente del Partido Socialista se deriva con facilidad: al no haber ejercido su derecho de opción entre ambos cargos, debe cesar como presidente de la CUT. No se trata, por cierto, de una norma aplicable exclusivamente a los sindicatos, sino a toda otra entidad gremial, incluidas las organizaciones empresariales.
En cuanto sanción, la cesación debe ser declarada por un tribunal. Pues bien, la Ley sobre Tribunales Electorales Regionales señala precisamente que corresponde a estos tribunales declarar estas incompatibilidades. Más aún, previendo el caso de que pudiera no haber interesados en reclamar esta situación en las organizaciones involucradas, entrega al Tribunal Electoral respectivo la facultad de declarar de oficio estas incompatibilidades cuando "aparezcan de manifiesto".
Lo primero que hay que despejar es que no puede sostenerse que radica en el tribunal la decisión de ejercer o no su facultad de declarar la incompatibilidad. Ello implicaría entregar a su mero arbitrio el darle eficacia a un mandato constitucional. Por el contrario, lo que la norma hace es habilitar al tribunal para que ante un caso donde resulta pública y notoria la incompatibilidad (basta para ello revisar la prensa de las últimas dos semanas) la declare derechamente, sin esperar que otros la reclamen. Las instituciones llamadas a pronunciarse no pueden eludir hacerlo. Una actitud pasiva o incluso indolente ante la evidencia que aporta la realidad social contribuiría a socavar las bases fundamentales de nuestro ordenamiento jurídico. Se trata, entonces, de que las instituciones funcionen.
Segundo, resulta erróneo considerar que esos preceptos se encuentran derogados tácitamente por la Ley Orgánica de Partidos Políticos. En lo formal, porque ambas leyes citadas (Ley 18.593 y Ley 18.603) fueron promulgadas con un desfase de apenas dos meses y formaban parte de un mismo paquete de normas; y en lo sustantivo, porque no hay otra norma en la ley de partidos que regule esta incompatibilidad. Si acaso se está pensando en sus artículos 2, inciso final, y 47, hay que precisar que estas normas no regulan la incompatibilidad entre cargos gremiales y políticos, sino que sancionan la intervención de dirigentes de partidos en el funcionamiento de las organizaciones gremiales, concretando así otra prohibición contenida en la Constitución.
Finalmente, resulta extremadamente grave para la vigencia del Estado de Derecho y la convivencia democrática que un ministro de Estado sostenga que una norma constitucional es letra muerta o que está en desuso, cuando ella es plenamente coherente, como partimos aclarando, con las definiciones y principios centrales de la Constitución vigente. Claro está, imaginamos que no se trata de reelaborar provectas tesis jurídicas surgidas al amparo de un gobierno que hace 39 años se dedicó con particular laboriosidad a zigzaguear el Estado de Derecho.
Nota de la Redacción:
Consideramos de sumo intertés el tema, razón por la que hemos reemplazado con este artículo el habitual comentario de nuestro Director.
Consideramos de sumo intertés el tema, razón por la que hemos reemplazado con este artículo el habitual comentario de nuestro Director.