Los camellos de Jaddafi,
por Roberto Ampuero.
Ahora que veo a Muamar Jaddafi calificando a los opositores de ratas, mercenarios y agentes del imperialismo, y amenazándolos con prolongar el baño de sangre hasta la última bala, me viene a la memoria el Jaddafi que vi en septiembre de 1989, en Belgrado, durante la IX Cumbre del Movimiento de Países No Alineados. Entonces, como corresponsal de una agencia italiana, pude observar de cerca a líderes del Tercer Mundo. Quien sobresalía lejos por su megalomanía era el coronel libio.
Recuerdo que se paseaba en la sede de la conferencia rodeado por un séquito de cortesanos y guardaespaldas, entre quienes se destacaban sus escoltas: unas mujeres de belleza espectacular, aspecto mediterráneo y uniforme verde olivo. El Jaddafi de entonces era igual de tiránico que hoy, pero joven y carismático. Vestía onerosas túnicas blancas, anillos y collares dorados, y se desplazaba por los pasillos sonriendo displicente y alzando los brazos en señal de triunfo.
Acudí a su recepción. Fue un despliegue de las mil y una noches por los manjares y bebidas, y porque recibió en la tienda beduina más grande que se haya visto, construida en el jardín de su embajada. Jaddafi había transportado en avión una tonelada de arena de Libia para recrear el desierto y, como si fuera poco, camellos y caballos de pura sangre. Supuestamente no podía vivir sin leche de camello ni la tienda. Los animales los donó después al zoológico. Pero los líderes de la entonces Yugoslavia se aterraron cuando les anunció que entraría en camello a la sala plenaria para dar su discurso. No se lo permitieron, pero alquiló en cambio una limusina tan espectacular como sus escoltas.
Veo que algunos líderes prominentes del movimiento no alineado de entonces exhiben currículos inquietantes en materia de permanencia en el poder: Hosni Mubarak (habló entonces en representación de su continente, 30 años en el poder), Robert Mugawe (presidente entonces del movimiento, lleva 30), Fidel Castro (dos veces presidente del movimiento, 52 años de líder supremo) y Jaddafi (lleva 32). No deja de llamar la atención que la represión de este último, censurada por el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, reciba en América Latina la solidaridad de Fidel Castro, Chávez y Ortega, quienes afirman representar al pueblo, hablan en nombre del Tercer Mundo y portan el Premio Jaddafi a los derechos humanos.
Pero hay algo adicional y tenebroso en relación con la Libia de hoy y América Latina: las declaraciones de los Castro sugieren que éstos reaccionarían como Jaddafi ante una rebelión popular. No me los imagino cediendo pacíficamente el poder como Honecker en Berlín Este o Husak en Praga. Jaddafi y Castro comparten características clave: se consideran la materialización de la nación y la revolución, piensan que la población les debe sumisión eterna, y ven en toda disidencia a traidores, malagradecidos y agentes imperialistas. Además, ambos envían no sólo al ejército a la calle a enfrentar a los disidentes, sino también a turbas armadas y organizadas para aplastarlos, fingiendo ser "el pueblo enfurecido". Y hay algo más: ambos fundaron el sistema hoy agónico, no lo heredaron como Honecker o Gorbachov, y por eso sus destinos están íntimamente vinculados al fin del régimen y pueden tornarse de pronto en quantité négligeable para mandos medios que aspiran a continuar en el poder.
Las bases de la denominada izquierda bolivariana deberían condenar la represión de Jaddafi. Así no sólo contribuirían a buscar una solución pacífica allá, sino también a desalentar a los Castro en la isla, donde se agudiza la crisis. Celebrar a dictadores dispuestos a luchar hasta el último cartucho o a "hundir la isla en el océano antes que renunciar al socialismo" es tolerar que el tradicional compromiso de la izquierda con denominadas causas populares y del Tercer Mundo siga siendo un rehén de personas que sólo pueden concebirse a sí mismas como gobernantes perpetuos.