Nuestra clase política está lamentablemente muy desprestigiada. Y la política es fundamental para un país. De acuerdo con la encuesta Adimark de septiembre, un 61% rechaza la labor de la Cámara y un 56% la del Senado. Esto es demasiado grave: son esas entidades las que definen, literalmente, a través de las leyes, lo que es el bien y el mal en el país. Si ello es así, las leyes generadas por este Congreso tienen un dejo no menor de ilegitimidad. Gran parte de la responsabilidad, no obstante, la tiene el Ejecutivo, el que posee la iniciativa parlamentaria y fija la prioridad y ritmo de la agenda. Malas leyes son difíciles de arreglar en el Congreso, y quedan durmiendo el sueño de los justos.
También el gobierno es oportunista y fabrica leyes improvisadas para efectos electorales, que resultan en general muy nocivas, y quedan para siempre, y al final no se cumplen cabalmente. Como dice Lamarca, “las prisas pasan, las cagadas quedan”.
Pero gran parte del desprestigio viene también de las conductas de nuestros legisladores. Con las debidas excepciones, no son en realidad una élite intelectual, ni menos destacan por su sabiduría, dos elementos críticos al momento de tener que definir el bien y el mal para todos. Y no lo son, porque deben buscar el voto popular, que proviene básicamente de las masas. Esa es una debilidad de la democracia en países con poblaciones con poca educación. Ese es el pasto del populismo, de los Chávez y otros de esa naturaleza, que abundan en los países pobres.
Por esa mediocridad, es que un senador se permite hacer “copy paste” de Wikipedia para temas tecnológicos que probablemente no entiende a cabalidad. Muchas veces las salas están vacías, y se los ha visto bailando el koala, haciendo spots de fútbol, frecuentando la farándula, gritando en el hemiciclo, insultándose y hasta dándose manotazos, unos votando por otros o mirando pornografía. Se escuchan realmente poco entre ellos, y los partidos votan en bloques, lo que no admite realmente el diálogo. Sus manejos de recursos son muchas veces poco prolijos. Y son la élite del país. “Los elegidos”.
Detrás de nuestros parlamentarios están los partidos, entidades fundamentales para la política. Sin embargo, un 50% de la población dice no estar identificada con las colectividades actuales y 3 millones de personas que no quieren ni siquiera votar. Cuando la misma población señala que los problemas que la agobian son la delincuencia, salud, empleo, educación, sueldos, pobreza, drogas, corrupción, nuestros políticos quieren cambiar la Constitución, crear un segundo tipo de matrimonio o nacionalizar a Bielsa de urgencia. Algo huele mal en Dinamarca.
Además, las personas son muy curiosas en sus opiniones. Un 46% estima que el Gobierno lo hace mal en educación y sólo un 40% dice que bien. Eso se agrava en salud: un 51% dice que lo hace mal, contra un 40% que apoya. En el Transantiago, para qué le digo. En corrupción, un 67% dice que el Gobierno lo hace mal, y nada menos que un 83% dice que lo hace mal en la delincuencia. Es decir, lo hace mal casi en todo, y no obstante la popularidad de la Presidenta sube: ¿es eso coherente? Más bien ratifica que la popularidad no es sinónimo de buen gobierno. Las comunicaciones dan para muchos espejismos.
La paradoja es que, al final del día, los únicos que pueden cambiar la política son los políticos, porque los países operan en estados de derecho y porque los partidos son el eje. Pero en vez de subir los requisitos para ser legislador, se han bajado. El resultado es obvio: parlamentarios de menos calidad. En vez de tener códigos de comportamiento más estrictos para esa élite legislativa, la cosa es al revés.
Finalmente, nuestra clase política es vaga a la hora de hablar de sus valores. Vemos a políticos que se declaran cristianos, pero que apoyan la píldora del día después, o que en los hechos relativizan la importancia de la familia. Otros hablan de “los valores de la clase media” como si éstos existieran y estuviesen codificados en alguna biblia popular. Casi todos hacen gárgaras con los derechos, pero nunca hablan de las responsabilidades. Son todos generosos con las platas de los demás, no con las propias. Y en tiempos de elecciones aparece lo peor de todos ellos, porque deben conquistar los votos masivos, y les da lo mismo prometer y mentir.
Yo creo que si es que hay que transar valores e ideas para ser elegido, es mejor no serlo. Con sólo este principio, empezaría a mejorar la política.