Normalidad. Si aún existe la posibilidad de que tengamos algo en común con los senadores Allamand y Chadwick, nuestro acuerdo debiera recaer sobre el concepto de normalidad.
Quizás, si repasamos tema por tema, encontraríamos diferencias sobre el contenido de lo normal, pero, al fin de cuentas, el concepto nos serviría como punto de apoyo común para la discusión.
Con una condición, eso sí: normal no es lo mismo que habitual; normal es lo dado por la norma; normal —aun siendo escaso en algunas realidades— es lo deseable, lo conveniente.
Bien, y si entonces hasta aquí hubiera un piso compartido, ¿estaríamos de acuerdo, Andrés y Andrés, en que el matrimonio es la situación normativa de la vida en común, es decir, a la que aspira normalmente toda persona? Si les parece que no, díganlo ya y declaren con todas sus letras lo contrario: “No: las normalidades son variadas, se llaman matrimonio, convivencia, lesbomonio y homomonio”. Y hacemos entonces más transparente la discusión.
Pero no, ustedes no han dicho eso y suponemos que nunca llegarán a afirmar la posibilidad de cuatro realidades distintas reguladas por una misma norma, ni cuatro normas distintas para una misma realidad. ¿Y si fueran cuatro normas distintas para cuatro realidades distintas? Bueno, pero, ¿alguna de esas realidades sería la normal, o no? El matrimonio…, ¿quizás?
Entonces, si aceptaran que el matrimonio es lo normal y que sobre él recae la norma, ¿por qué no fijar la mirada en él, para tratar de reforzar su normalidad y la normativa que lo configura? ¿Por qué no reconocer que toda normalidad puede devenir fácilmente en anormalidad si no se la protege? ¿Por qué considerar que hay dos tipos de humanos: los normales perfectos y los anormales incorregibles?
Porque esto último es lo que supone el proyecto de Acuerdo de Vida en Común promovido por los senadores: que nunca los normales se verán afectados por lo que pueda pasar a su lado en las realidades similares, pero anormales; que es tal la perfección de los ya casados, que legalizar relaciones paralelas al matrimonio no afectaría a esos seres supuestamente inmaculados, que son los que viven casados uno con una y para siempre.
Los senadores suponen que, al mirar a la pareja del lado, que vive arrejuntada hace años, pero bajo nuevo estatus legal, los estables nunca se verán inclinados a iniciar aventuras parecidas; que al formar a sus hijos, cuyos amigos provienen de uniones variopintas, la tarea educativa de esos padres perfectos nunca se verá lesionada por estatutos paralelos; y, por cierto, imaginan que ninguna influencia tendrá sobre los niños y adolescentes normales la pareja homosexual que en horario prime comenta su legalizada relación.
Han olvidado los senadores algo tan obvio: que las personas normales necesitan que se les reconozca y refuerce su empeño por vivir en la norma, porque miren, que eso cuesta mucho. Y miren que eso es valioso, socialmente muy importante. ¿O no lo es, senadores?
Pero cuando se argumenta que los parlamentarios contribuirán a debilitar la normalidad, ellos contestan que no, que sólo quieren remediar la terrible situación de los que malviven sus convivencias. La mirada senatorial parece benigna, compasiva, pero en el fondo supone que esos seres tienen vidas tan rotas que no puede proponérseles la normalidad, algo tan simple como el matrimonio, si son un hombre y una mujer.
Porque, señores senadores, ni el matrimonio es para los perfectos, que no existen en acto, ni la convivencia es realidad tan definitiva que no pueda ser remediada por el simple contrato matrimonial.
Sólo hay seres humanos que se merecen un incentivo a la normalidad. Y que la ley los ayude.