Existe toda una sociología sobre las relaciones entre fútbol y política. Que si los gobiernos lo usan para aumentar su popularidad o desviar la atención; que si conviene que ganen los equipos grandes para que los conflictos sociales se atenúen; que si las barras bravas son escuelas de anarquismo; que si la pasión nacionalista se galvaniza con las victorias y puede ser utilizada en aventuras de conquista. Todas esas teorías... y muchas más.
Pero ese conjunto de miradas se refiere a lo que pasa fuera de la cancha, desde las tribunas del estadio hasta la población marginal, desde el pitazo final a la violenta celebración de trasnoche, desde la mirada del simple espectador al sofisticado análisis de los asesores gubernamentales. Poco se ha reparado —casi nada— en la enorme importancia para la política de lo que sucede dentro de la cancha. Para hacer bien la relación, claro, hay que saber de fútbol o, al menos, querer entenderlo. Y, obviamente, hay que estar en la política con ganas paralelas de aprender: algo bastante más escaso, por cierto.
Lo que sigue, entonces, está destinado sólo a los actores públicos que vieron las clasificatorias, vaticinaron resultados, comentaron los partidos y buscaron sacar provecho de las victorias mediante declaraciones o contactos con los jugadores. O sea, está destinado a todos los políticos chilenos, absolutamente a todos... ya que como todos están en campaña, ninguno se privó de la secuencia descrita.
Aquí va, para todos por igual; y gratis.
Primero la importancia del tema: El fútbol. Sí, lo que pasa dentro del rectángulo es, por su perfección, la más alta manifestación de la cultura humana (y de ahí su carácter ejemplar imprescindible para esa otra dimensión altamente decisiva, llamada política). Inventado por the british, es decir, por los mismos gestores de la más estable fórmula de gobierno contemporánea, el fútbol conjuga las dosis perfectas de ética, lúdica, bélica y estética. O sea, tiene ya logrado lo que se le pide a todo gobierno: que promueva el bien, que lo haga con levedad (porque hay bienes superiores), que combata el mal y que todo lo haga bellamente.
Segundo, los mensajes claros que pueden deducirse para los cuatro más importantes políticos en carrera, si de ética, lúdica, bélica y estética hablamos.
Para Piñera, que aumente su sentido bélico, aprendiendo que hay ideales que no se transan y que exigen confrontación; y que disminuya su sentido lúdico, porque aún no gana. Para Frei, que aplaque su belicismo de equipo en crisis y que reflexione sobre la dimensión ética que caracterizaba a sus colores, hoy muy olvidada.
Para Enríquez-Ominami, que modere su sentido estético, porque gobernar es mucho más que impresiones y formas; de paso, que se pregunte por qué existe la ética. A Jorge Arrate no cabe sino recordarle la necesidad de tener bajo control sus afanes bélicos (incluso a él le podrían sacar tarjeta roja) y la conveniencia de pedir uno que otro consejo sobre lo lúdico, porque poco ilusionado se le ve al hombre.
¡Mira si entendieran de fútbol, del verdadero, qué clasificatorias presidenciales tendríamos!
Cuando Marcelo Bielsa recién llegaba a Chile, en otra columna, en otro espacio, sostuvimos que de inmediato el Gobierno debía declararlo peligro público y expulsarlo lo antes posible del país. Venía a trabajar, sostuvimos, con respeto completo a las normas éticas, con total comprensión de la subordinación del juego a lo trascendente, con afán indomable de victoria limpia y con formas exteriores cuidadas y pulcras.
Un estilo irresistible para los modos de gobernar de la Concertación y algo aún ajeno para los actuales candidatos.