Analfabetos
“funcionales”,
por
Margarita María Errázuriz.
Es
realmente sorprendente que en pleno siglo XXI una sociedad como la
nuestra, que se precia por estar en las puertas del desarrollo, no
haya sido capaz de impulsar oportunamente los cambios que el país
requiere. Ahora éstos están siendo exigidos por los sectores
afectados y ello tiene costos más allá de satisfacer a sus
demandas. Ninguno de nosotros —sea gobernante, representante del
pueblo, líder de opinión o simple ciudadano— puede decir que no
estaba al tanto de las puntas de iceberg que aparecían por todos
lados mostrando serias falencias.
Mirando
hacia atrás, cuesta entender que no nos hayamos inmutado ante la
pérdida de confianza en la autoridad y en las instituciones; la
demanda por una mayor participación en la toma de decisiones; el
ahogo de los padres por las deudas contraídas para pagar la
educación de sus hijos; la necesidad de recursos en las regiones.
Todos estos problemas no fueron considerados, a pesar de que la falta
de confianza y el reclamo por la poca participación en la toma de
decisiones afectan a la democracia, y que tanto la educación como un
desarrollo equilibrado del territorio nacional son ejes críticos
para nuestro crecimiento. A estas alturas, es válido preguntarse qué
nos pasó como país.
A
muchos extraña que haya descontento si hay grandes logros económicos
y si, en general, cada uno de nosotros está mejor que años atrás.
A mi parecer, hemos estado tan preocupados por crear una plataforma
económica personal y a nivel de país para poder despegar, que no
hemos pensado en nada más. Esa mejor vida que hemos logrado, para
sostenerla y ampliarla, exigía un desarrollo social equivalente.
Creemos que preocupándonos de las políticas sociales, teniendo un
sistema de protección social, vamos por el camino correcto para
alcanzarlo. No es así. Estas medidas constituyen sólo una de sus
dimensiones —la más evidente— porque incorpora a los servicios
sociales a la plataforma que hemos estado preocupados de crear. Eran
del todo necesarias, pero la columna vertebral del desarrollo social
es su cultura democrática y cívica. Sin ésta, la economía y los
beneficios sociales no tienen una base sólida sobre la cual
asentarse. Y en este campo somos prácticamente analfabetos
funcionales. Lo aprendido no sabemos practicarlo y, lo que es peor,
creemos que carece de importancia. Es más, a veces tenemos actitudes
que no contribuyen a consolidar dicha cultura. Un buen ejemplo son
las sonrisas de muchos cuando los estudiantes saltaban sobre la mesa
de una de las comisiones del Congreso. Fue considerado un episodio
divertido, sin reparar en que se socavaban los valores y la
convivencia democrática.
Hasta
ahora en nuestro país el desarrollo social ha sido el pariente
pobre. Días atrás, conversando con un amigo sobre la falta de apoyo
a la investigación social, el menor interés relativo por formarse
en ciencias sociales y la escasa valoración de estas disciplinas, me
decía que la razón era simple: si no contamos con esos esfuerzos,
sin esos profesionales y su aporte, no pasa nada, la vida sigue
igual. Para mí hoy está a la vista que es justo al revés: la causa
de los problemas y de las movilizaciones actuales es que hemos
postergado el desarrollo social. Por ejemplo, no contamos con un
desarrollo institucional que permita solucionar los conflictos al
margen de tribunales y fórmulas legalistas para resolver litigios.
Necesitamos crear canales de conversación ciudadana institucionales;
incorporar una visión cívica a nuestra convivencia y asumirla con
responsabilidad; hace falta la tan mentada y poco comprendida amistad
cívica. Contar con estos recursos cambia el fondo y la forma de los
problemas.
Con
esta reflexión me gustaría abrir un intercambio de ideas, una
conversación sobre el desarrollo social y nuestra cultura cívica.
Nos hace falta debatir y aportar formas de abordar este tema y
ponerlo en la agenda de nuestros intereses y preocupaciones.
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