Dios
no está de más,
por
Luis Eugenio Silva.
Los
últimos papas y pensadores de muy diversas tendencias vienen
afirmando que el fondo de la crisis de Europa y Occidente es
valórico. Se vive una especie de guerra de culturas que tienen
antagónicos conceptos del hombre. Las respuestas a las preguntas de
qué es el ser humano y cómo ha de vivir van desde el materialismo
más puro hasta, aunque minoritariamente, el espiritualismo. Y la
fuerza del Evangelio se enfrenta con una corriente que ha dejado a
Dios de lado, y así, como decía San Agustín, al no conocer a Dios,
no se conoce al hombre, y podemos hacer de él lo que se quiera.
En
el siglo XIX, grandes figuras antiteístas (Feuerbach, Marx,
Nietzsche, entre otros) buscaron desenmascarar las razones, raíces y
génesis de la idea de Dios, ubicándola en una conciencia, para
ellos, equivocada o absurda. Pensaron que así Dios saldría de la
cultura y las religiones sucumbirían; también pensó algo así
Comte antes que ellos: la ciencia lo explicaría todo. En el siglo
XX, estas ideas pasaron a ser generales. Se fue pasando de una
cultura de la fe a la de la increencia o indiferencia; de un mundo
tenido como creación divina, a uno hecho por la mano humana y la
ciencia. Así se habría cumplido el «Dios ha muerto». ¿Pero ha
sido todo así? No lo parece. Las religiones continúan y el
cristianismo, a pesar de sus crisis, está vivo y operando, si bien
es cierto que parte del mundo vive como si Dios no existiera.
Durante
enero y febrero he releído el enjundioso tratado de Olegario
González de Cardedal, eminente teólogo español. Su título es
«Dios», y estudia las consecuencias de no haber hablado rectamente
del insondable misterio divino, que para la Iglesia tiene rostro en
Jesucristo. Siendo graves los escándalos sexuales o los
administrativos, y fundamental superarlos, los grandes desafíos que
ha de enfrentar la Iglesia son tres: a) se ha terminado con la última
utopía, el marxismo; b) la información está llevando a una
universalización y transformación de las conciencias humanas, y c)
el desencadenamiento de las diversas formas de violencia como método
para la solución de los conflictos.
Hoy,
cuando la crisis económica mundial pretende ser corregida por
mandatos económicos de los poderosos, es cuando la Iglesia, con un
lenguaje fiel a Cristo, pero moderno y que interprete la situación,
ha de reencantar al mundo con su doctrina del ser humano, valioso en
sí y no por lo que pueda crear o producir. Este lenguaje aún no lo
tiene y debe buscarlo, pues es su hora, la de presentar las raíces
de la crisis humana: el egoísmo y la avaricia, y sus efectos en la
economía.
Se
constata que es una realidad la universalización y transformación
de la conciencia por los sistemas de comunicación rápidos y
cambiantes. Esto es valioso pero puede causar daño. Véase la
propaganda o las insinuaciones que se originan en las masas cuando
son ambivalentes. Así, la comunicación, en sí valiosísima, ha
permitido el reino del subjetivismo absoluto. La opinión personal
autónoma es la regla. Las encuestas pasan a ser lo normativo, y se
transforman en esquemas de códigos morales. Aquí la Iglesia, en vez
de rechazar y condenar, en primer lugar debe ver el lado positivo de
lo realmente subjetivo y, desde el corazón mismo de la comunicación,
los auténticos valores que han de conformar los juicios de
conciencia. ¿Es la nueva Evangelización el camino? Esperemos que
sí. Cuando la doctrina eclesiástica se abrió al aristotelismo, en
el siglo XIII, fue algo difícil y no fueron pocos los que lo
rechazaban. Ahora estamos en una situación semejante ante la cultura
del la conciencia subjetiva absoluta. No se debe mostrar temor, sino
más bien precaver lo que puede ser negativo; es decir, una denuncia
positiva. La Iglesia es depositaria del Verbo, palabra creadora, y
debe usarlas con audacia y fe.
También
hoy asistimos a una escalada de violencias, en los fundamentalismos
religiosos y en las conciencias. Se debe condenar desde las más
burdas hasta las más sutiles formas en que esa violencia se
manifiesta, pero la Iglesia es siempre optimista ya que sabe y cree
que un espíritu superior la guía, a pesar de la fragilidad humana.
Von Balthazar, uno de los más grandes teólogos del siglo XX, amigo
de Juan Pablo II y de Benedicto XVI ha dicho algo profético: “Nada
ha dado fruto jamás en la Iglesia sin haber nacido de la tiniebla de
un largo período de soledad, para salir a la luz de la comunidad”.
1 comentario:
“¿PARA qué estamos aquí?” TODOS NOS HEMOS hecho esta pregunta sobre el sentido de la vida. Quienes creen que la vida es producto de la evolución no pueden contestarla. Pero quienes aceptan las pruebas de que Jehová Dios es “la fuente de la vida” sí conocen la respuesta (Salmo 36:9). Saben que él creó al ser humano con un propósito, el cual aparece en Revelación (Apocalipsis) 4:11. Examinemos cómo en este versículo —escrito por el apóstol Juan— se explica la razón de nuestra existencia.
Juan nos presenta a un coro en los cielos que canta: “Digno eres tú, Jehová, nuestro Dios mismo, de recibir la gloria y la honra y el poder, porque tú creaste todas las cosas, y a causa de tu voluntad existieron y fueron creadas”. En efecto, solo Jehová merece semejante muestra de veneración y respeto, pues él creó todas las cosas. Siendo así, ¿cómo se esperaría que reaccionaran sus criaturas inteligentes?
El texto dice que Jehová merece recibir gloria, honra y poder. Sin embargo, a pesar de que no existe Ser más glorioso, digno de honra y poderoso en el universo, la mayoría de los seres humanos no lo reconocen como su Creador. Afortunadamente, por toda la Tierra hay hombres y mujeres que sí perciben sus “cualidades invisibles” en todo lo que ha hecho (Romanos 1:20). Y movidos por el agradecimiento, le dan gloria y honra. Basándose en las aplastantes pruebas que aporta la creación, proclaman a los cuatro vientos que Jehová creó todas las cosas y que, por tanto, merece nuestro respeto y admiración (Salmo 19:1, 2; 139:14).
Además de gloria y honra, Jehová recibe poder de sus siervos. Pero ¿cómo puede alguien dar poder al Creador todopoderoso? (Isaías 40:25, 26.) Al haber sido creados a imagen y semejanza de Dios, tenemos —aunque a menor grado— sus mismas cualidades, entre ellas el poder (Génesis 1:27). Y si de veras agradecemos lo que el Creador ha hecho por nosotros, nos sentiremos impulsados a dedicar nuestro poder y energías a darle gloria y honra. En lugar de gastar nuestras fuerzas en metas egoístas, las utilizaremos para servir a Dios (Marcos 12:30).
Entonces, ¿por qué estamos aquí? La última parte de Revelación 4:11 indica que “a causa de [Su] voluntad [todas las cosas] existieron y fueron creadas”. Existimos por la voluntad de Dios. En otras palabras, porque Jehová así lo ha querido, y no por nuestra propia voluntad. Por eso, la vida se vuelve vacía y sin sentido cuando nos concentramos egoístamente en nuestros intereses. Si queremos disfrutar de paz interior y sentido de logro en la vida, tenemos que aprender qué espera Dios del ser humano y actuar en armonía con su voluntad. Solo así hallaremos la razón de nuestra existencia (Salmo 40:8).
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