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jueves, 19 de noviembre de 2009

Católico: animal político, por Gonzalo Rojas Sánchez.




El católico es, por historia y doctrina, un animal político.

Algunos no creyentes le reconocen esa calidad, pero querrían reducirlo a un perrito faldero, ojalá siempre inactivo y somnoliento. Otros, algo menos sutiles, le proponen que se convierta en ave migratoria y se marche a épocas medievales o a lejanos claustros.

No faltan, por su parte, los católicos que prefieren ellos mismos conformarse con demarcar territorio, autolimitando su influencia a uno que otro temita por aquí y una que otra peleíta por allá. También aparece de vez en cuando alguno que se cree legítimo depredador y que, con su intransigencia, va dejando el espanto en cada ocasión.

Si ninguno de esos es el verdadero animal político, ¿qué debe ser entonces un católico en la vida pública? Simplemente, un animal racional.

Racional, porque cuenta —para servir al bien común— con todas las razones e instituciones que griegos y romanos, judíos y germanos le han aportado al cristianismo y que éste, como nadie, ha sabido articular y elevar. Suyas son, por lo tanto, las razones de la historia, y no debe tener miedo alguno de ir a disputarles ahí la racionalidad a quienes pretenden adjudicársela en exclusiva y en excluyente.

Que otros se queden con sus historietas. El católico, de frente, que argumente con las razones de la historia, que por algo desde su religión se ha hecho Occidente.

Racional, porque entiende —para servir a todos sus semejantes— que la naturaleza de las cosas habla de modo muy sabio y elocuente, pero que en todo lo accidental la diversidad es parte de la esencia misma de la racionalidad y que, por lo tanto, en esas materias la fe no aporta soluciones concretas, sino que sólo alumbra y chequea a través de una conciencia bien formada.

Que otros se queden con sus dogmatismos, con sus ideologías cerradas e intransables. El católico, de frente, que defienda toda diversidad legítima, sin clericalismos monocromáticos ni claudicaciones disolventes.

La suya es la tarea más propiamente racional: la de articular, la de ponderar, la de abrirse a lo trascendente para después contraerse a lo contingente, en acordeón continuo. A nadie se le pide más; nadie está capacitado para dar más.

Racional, porque propone —para hacerse cargo de los sufrimientos de todos, piensen como piensen— las soluciones más humanas, más dignas, más duraderas, más constructivas. Las soluciones de auténtico progreso humano, no las del progresismo ideológico. Cómo darle a un niño en gestación un hogar; no cómo ayudar a su madre a lanzarlo con eficacia a un basurero.

Ah… si hubiera un contingente numeroso de estos verdaderos animales políticos en el Chile de hoy. Otro nivel tendrían las disputas sobre vida y familia, sobre droga y sexualidad, sobre participación y exclusión, sobre espacio público y dominio privado, sobre vida y libertad.

Eso fueron Manuel José Yrarrázaval y Jaime Eyzaguirre, Bernardo Leighton y Narciso Irureta, Jaime Guzmán y Gonzalo Vial: libres articuladores racionales que actuaron desde la fe en Jesucristo y en su Iglesia; en lo esencial, de acuerdo; en lo accidental, cada uno para su santo. Nada de preguntarle al obispo qué hay que hacer en la materia concreta, pero jamás olvidarse de un magisterio experto en humanidad.

Hoy quedan pocos como ellos, aunque muy valientes, eso sí. Algunos están en la política (por contraste con aquellos que en la DC y en la UDI ya claudicaron); otros perseveran en las comunicaciones; muchos razonan en la enseñanza.

El problema son los demás, esos católicos errantes, esos que por ahora se pasean como animalitos vagabundos por las calles de su polis, sin mayor interés ni compromiso. ¿Sobrevivirán?