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miércoles, 15 de octubre de 2014

Clase media: pecado imperdonable, por Gonzalo Rojas.

"En los 60, el socialismo tenía un enemigo: el latifundista en la agricultura. Hoy es la clase media en la educación. Son los padres esforzados, los alumnos que quieren surgir, los sostenedores que innovan, los profesores independientes..."


Clase media: pecado imperdonable, 

por Gonzalo Rojas.



 

 
 
Junto a otras víctimas de los últimos 25 años -autoridad, responsabilidad, probidad, tradición, verdad-, la pobre calidad educacional ha hecho méritos suficientes para quedar inscrita en el memorial de los crímenes perpetrados por el socialismo en Chile.
 
En su nombre -a veces deformándola, en otras, insultándola- el gobierno Bachelet ha impulsado una de las más siniestras reformas estructurales de la historia del país.

Reformas estructurales. Ese concepto, ya de por sí propio de los 60, es un criterio atrasado en cincuenta años, típico tópico de los revolucionarios sentimentales de la época.

¿Se acuerdan de la más emblemática de esas transformaciones? Fue la reforma agraria. Si alguien piensa que tenía objetivos económicos, debe leer a Jacques Chonchol: "Se trataba... de terminar fundamentalmente con el dominio de la hacienda y con el poder de los latifundistas"; y a Rafael Moreno: "El objetivo era terminar con el inquilinaje y terminar con el latifundio."

Nadie debe sorprenderse, entonces, de que en 1973 haya habido una disminución de la producción agrícola de un 22% con respecto al año anterior. El objetivo de la reforma agraria no era económico, era político; no era cuantitativo, era ideológico.

En las reformas de Frei Montalva, la consigna era "Hágalo del modo que yo le digo". Como las personas no eran convocadas, esas políticas fracasaron.

¡Qué diferente fue la filosofía que inspiró las reformas de la presidencia Pinochet! Su consigna era un "Hágalo usted; si necesita ayuda, pídala". No eran reformas estructurales, eran personales. Al dictador -así lo llaman los ignorantes- lo que más lo entusiasmaba era el subsidio. Vaya dictador.

Así quedó plasmado en la Declaración de Principios de marzo de 1974: "Es en la posibilidad de tener un ámbito de vida y actividad propia independiente del Estado y sólo sometido al superior control de éste desde el ángulo del bien común, donde reside la fuente de una vida social en que la libertad ofrezca a la creación y al esfuerzo personal un margen de alternativas y variedad suficientes".

Era la consagración del régimen de lo intermedio, del ámbito donde cuajaron mil iniciativas de servicio y desarrollo, entre ellas tantas y tan buenas en educación.

Hasta que llegaron los retrógrados gurús del "régimen de lo público". Son quienes sostienen que si la función es pública, el régimen debe ser público, ya sea privado o estatal el agente que desempeñe la función. Con esa retórica pretenden despedazar el cúmulo de libertades que crecieron en el mundo de lo intermedio. "Soy yo, el Estado, quien debe hacerlo": esa es su consigna. Para ellos "lo público" es la noción que debe sustituir al "mercado", pero nunca han reconocido que el verdadero obstáculo a sus afanes estatistas está en lo intermedio. Es más fácil disfrazarlo de mercado, creen que es más factible derrotarlo así.

Pero, ¿quiénes son los actores en ese mundo de libertades característico de lo intermedio? Obviamente, los sectores medios, la amplia clase media.

En los 60, el socialismo tenía un enemigo: el latifundista en la agricultura. Hoy es la clase media en la educación. Son los padres esforzados, los alumnos que quieren surgir, los sostenedores que innovan, los profesores independientes, los proveedores creativos (uniformes, comidas, útiles, eventos, mantención), los pequeños propietarios de terrenos o inmuebles. Todos ellos conforman una clase abominable para el socialismo, todos ellos son indomables agentes de libertad en el mundo de las iniciativas intermedias.

Son ellos los que pecan contra la moral socialista de modo imperdonable: buscan mejorar, viven de los frutos de su esfuerzo.

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