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jueves, 30 de junio de 2011

Boeninger y Burr, por Gonzalo Rojas Sánchez.


Boeninger y Burr,

por Gonzalo Rojas Sánchez.



Malestar, mucho malestar.



No hay que mirarle la cara a la gente para darse cuenta de que en este 2011, la mitad de año se presenta con fastidios más propios del fin de temporada. Y lo peor es que se entiende poco lo que pasa consultando sólo a las encuestas, a esas tablas y gráficos que ponen en números los efectos del enojo, pero que no dan cuenta de sus causas.



Para encontrarlas, se debiera acudir a las reflexiones, a los libros. Ahí podrían aparecer también algunas de las mejores soluciones.



Pero, vaya novedad, en Chile se lee muy poco. En un país con escasos títulos publicados, con pocos ejemplares por edición, con tiradas raramente agotadas y, lo peor, con muy pocos libros efectivamente leídos, no extraña que las obras relevantes tengan mínima importancia. Lanzamiento, reseña, compra y olvido son las etapas que marcan este triste proceso.



La clase política dice estar leyendo esto o lo otro, pero con frecuencia es muy poco y de carácter efímero lo que los políticos consultan para entender a Chile. No citan, no vuelven sobre obras importantes, no las contrastan unas con otras. Ciertamente se conocen excepciones (Rodrigo Álvarez, Ignacio Walker, Carlos Larraín, entre otros), pero qué escasa es su influencia en un ambiente pobretón, ramplón, en el que pesan más los "yo siento que", esas afirmaciones simplonas de pura base afectiva o ideológica.



Hace un año y medio Edgardo Boeninger publicaba "Chile rumbo al futuro"; ocho meses atrás, Sebastián Burr entregaba "Hacia un nuevo paradigma sociopolítico". Encuesta rápida: ¿Cuántos políticos chilenos leyeron ambas obras completas? ¿Cuántos pueden hacer hoy un breve resumen de sus contenidos sin tener a la vista el ejemplar? ¿Cuántos podrían explicar el contraste tremendo entre ambos libros? Se abre cuaderno de respuestas.



Y si las contestaciones fueran desalentadoras, se anima entonces a una lectura primeriza, ya que nunca es tarde para reconocer que se está participando en la vida pública ligero de equipaje, a veces, casi desnudo.



¿Con qué se encontrarán los lectores? Con un Boeninger maduro y ponderado, pero que se interesa muy poco en la dramática crisis que se asoma hace ya décadas y que hoy explota en Plaza Italia y en Alhué, en Ercilla y en los liceos tomados, en el dinero plástico y en la natalidad sin familia.



Desde las categorías de lo que él llama su "liberalismo social", apenas logra diagnosticar y, al momento de proponer, ofrece más de lo mismo: economía de mercado regulada, relaciones laborales modernas, nuevo contrato social, protección social, modernización del Estado, todo basado en grandes acuerdos transversales. Suena conocido, suena a Concertación, suena a pasado.



En paralelo, Burr entra con detalle y fundamentación a todas las coordenadas del drama patrio. Va pasando tema por tema y en cada uno profundiza todo lo que puede -mucho en varias materias-, hasta toparse con un alma nacional tan fracturada y doliente, que llega a afirmar que el ciudadano chileno se caracteriza por la "violencia de la necesidad". Anuncia, de paso, los grados de crispación y agresividad que estamos viviendo y la triste posibilidad de nuevos liderazgos populistas o violentos.



Pero cuando llega el momento de proponer, hay aterrizajes tan lúcidos como exigentes, tan experimentados como novedosos, porque articula tradición e imaginación. Suena bien; y no es la Coalición.



Por eso, en casi todas las materias conflictivas, Boeninger se mueve en lo previsible, mientras que Burr avanza hacia lo audaz. Toda una señal de lo que va a ir sucediendo en Chile si el conservantismo logra mostrarse como una articulación coherente y eficaz, desde y para la persona humana.

miércoles, 29 de junio de 2011

De las «neo» a las clásicas manifestaciones, por Gonzalo Müller.


De las «neo» a las clásicas manifestaciones,

por Gonzalo Müller.



A partir de las marchas en contra del proyecto HidroAysén, se hizo patente el concepto de una nueva ciudadanía empoderada, que más allá de los partidos hacía sentir su opinión. Estas neo manifestaciones asociadas a las redes sociales y las mayores facilidades de organización, habían provocado que las convocatorias fueran transversales y amplias.



A su vez, las manifestaciones estudiantiles, que también se habían asimilado a estas nuevas expresiones sociales, ponían sobre la mesa demandas de mayor calidad de la educación y la necesidad de corregir un sistema de educación superior que producía desigualdades tanto en el acceso como en las ayudas estudiantiles: temas de amplio impacto y capacidad de movilización, que lograron hacer salir a las calles a más de 80 mil estudiantes.



Esto provocó que las autoridades de gobierno, desde el Presidente Piñera hasta el ministro de Educación acogieran esas demandas, por considerar que apuntaban a problemas reales que vienen enfrentando las familias durante demasiado tiempo, y abrieran la puerta a un diálogo que permitiera avanzar en una profunda reforma del sistema de educación superior.



Pero el mismo éxito de las movilizaciones ha generado que los dirigentes de los estudiantes, acompañados permanentemente por el presidente del Colegio de Profesores, dieran un giro en el énfasis de la discusión, poniendo cada vez más el acento en una mirada más ideológica, pasando de la defensa de la educación pública a la estatización de la educación, como la gran solución a los problemas. Como creyendo que este simple cambio de sostenedor tuviera algún impacto en la calidad de la enseñanza que están recibiendo nuestros jóvenes, y que debiera ser la verdadera preocupación.



También la atención mediática que las tomas y marchas han provocado ha afectado la manera como los dirigentes estudiantiles han tomado sus decisiones, provocando críticas al interior de la Confech por el excesivo protagonismo de algunos de sus líderes, convertidos en verdaderos rostros de las movilizaciones. Así como se vio la predominancia de los dirigentes vinculados al Partido Comunista por sobre aquellos con militancia concertacionista, ahora se empiezan a dar señales de que pasamos rápidamente de las manifestaciones ciudadanas a la captura de éstas por los partidos de izquierda.



La insistencia en continuar en la lógica de las tomas y marchas habla de que los estudiantes y quienes los acompañan no estarían verdaderamente abiertos a dialogar, si sus demandas no son recogidas exactamente como se plantean. Ello lleva a preguntarse por la legitimidad social de estas demandas y el apoyo político que pudieran tener de llegar al Congreso. Tratar de imponer una agenda educativa ideologizada, que no ha pasado por un debate amplio, es una pretensión excesiva y que desvirtúa el fondo de las demandas que dieron origen al propio movimiento estudiantil.



Los estudiantes deben entender que el apoyo inicial a sus demandas y la posibilidad de avanzar en una verdadera reforma al sistema de educación superior se pone en riesgo de no estar dispuestos a buscar puntos de acuerdo y mantenerse en permanente conflicto con la autoridad. La imposición por la fuerza sólo debilita la democracia.



Volver a las demandas originales de mayor calidad de la educación y un apoyo económico más justo a los estudiantes: ése es el centro del debate. Al mismo tiempo, es el camino que debieran seguir el Gobierno y los estudiantes, y no extender más tomas y protestas que sólo causan un daño a la misma educación que se quiere proteger.

viernes, 24 de junio de 2011

No se avanza al norte caminando al sur, por Sergio Melnick.


No se avanza al norte caminando al sur,

por Sergio Melnick.



Objetivamente, como país, estamos mejor que hace un año en casi cualquier índice. Nunca tanto como quisiéramos, que es la naturaleza humana, pero claramente mejorando. Como en toda sociedad, la mayor parte de los problemas no son nuevos, y son básicamente el resultado del manejo de las últimas 3 décadas o más. El tema de la energía no es algo que apareció ahora. El Transantiago o EFE, son una herencia lastimosa de Lagos-Bachelet. La educación es el resultado de los últimos 20 años. La contaminación ambiental es la de siempre. Los temas de pueblos originarios no son de ahora. ¿Qué es entonces lo nuevo que irrita tanto?


Es curiosa la situación. Hay ahora menos desempleo que en los últimos 10 años, hay 150.000 jóvenes más en la educación superior y un millón en total. Hay más inversión y proyectos, mejora la productividad y el precio del cobre está alto; se tramita el posnatal de seis meses, la reducción del 7% de los jubilados y el ingreso ético familiar, y se estudia un sistema de descentralización de colegios alternativo a los municipios. Va el voto voluntario. Hay 50 medidas en marcha para la productividad, se han acortado los trámites para las pymes, el consumo florece. La inflación está controlada, las colas Auge han disminuido radicalmente y empiezan luego a bajar las cirugías no Auge. Está disminuyendo el déficit fiscal del gobierno anterior. Además, ha habido que trabajar en la reconstrucción, que parece se les olvida a muchos. Se anuncia una reforma de la justicia civil, mejoras del sistema carcelario. La lucha contra la delincuencia es difícil, pero los indicadores mejoran. Ha disminuido la deuda de los hospitales, la minería florece. Nada indica señales de crisis, estancamiento ni algo cercano. Sin embargo, el clima político está enrarecido, enturbiado, tenso, irritado.


Hace un año y medio, y antes, las cosas estaban peor o menos buenas. En ningún caso estábamos mejor. Entonces, ¿por qué no había ese nivel de protesta? ¿De dónde viene tanta irritación política? ¿Qué es lo que ha cambiado tan radicalmente?


Para mí es más o menos claro. Por un lado, ya no está gobernando la Concertación. A la izquierda le resulta inaceptable que la derecha ostente el poder gubernamental; simplemente les irrita. Punto. Como si fuera un derecho que les pertenece a ellos. Como si tuvieran alguna superioridad moral. Por otra parte, la UDI tiene la sensación de que el Gobierno no representa adecuadamente sus posturas, quizás en particular en temas valóricos, como el matrimonio gay, y quizás algunas políticas económicas que considera demasiado asistencialistas, y al parecer está dispuesta a tirar el mantel si es necesario. La carta de los diputados fue una muy mala decisión y una advertencia. Un regalo para la agónica Concertación.


El Presidente está entonces en medio de dos fuegos y ésa es una situación compleja, en la que debe pensar muy profundamente.


La peor respuesta posible es tratar de comprar una salida, cediendo a las presiones, como se insinúa en las últimas propuestas de educación. El problema es político, no económico. La actuación de algunos rectores de universidades públicas ha sido simplemente lamentable, y quizá la mejor demostración de cómo se estarían manejando esas entidades. El presidente del Senado ha sido otro que ha actuado con enorme desatino, junto a algunos parlamentarios de izquierda. En la educación superior sí hay problemas, pero en ningún caso una crisis terminal. En lo esencial, para mejorar de verdad la escalera social, tenemos que pensar en cómo doblar el número de jóvenes en enseñanza superior, no en cómo reducirlo. Si seguimos las recomendaciones de los rectores públicos, los estudiantes de promedios medios quedarían todos fuera de la educación universitaria. Es el famoso lucro lo que ha abierto las oportunidades a los jóvenes.


Bueno, el Gobierno está efectivamente en una encrucijada. Lo que a mi juicio requiere el Presidente para enfrentarla es buscar en los cimientos de la gran sabiduría política, no en el populismo, ni menos en una confrontación innecesaria. La sabiduría proviene de la reflexión profunda. Como decía Carlos Castaneda, hay que saber “ver”, más que mirar.


La sabiduría es integración, no exclusión, y ésa debe ser la tónica de los caminos a seguir. Por cierto, es también un mensaje a toda la clase política, absolutamente desprestigiada de acuerdo a las encuestas, y que no está dando gobernabilidad adecuada. Basta ver la vergüenza del comportamiento de la Concertación en La Florida.


jueves, 23 de junio de 2011

Profesores que no profesan, por Gonzalo Rojas Sánchez.


Profesores que no profesan,

por Gonzalo Rojas Sánchez.



Me pregunta un buen amigo si estoy en paro.



No, ¿por qué habría de estarlo?



Porque tus alumnos así lo han decidido —me replica.



Precisamente porque son mis alumnos, respecto de mis clases, mando yo —le contesto.



Perplejo ante tamaña insolencia autoritaria, mi contradictor afirma que ha pasado por numerosas sedes universitarias en las que parecía que nadie estaba enseñando: edificios tomados, clausurados o, al menos, con anuncios de huelga estudiantil. Y, entonces, él suponía que los profesores universitarios de esos campus adherían a esas movilizaciones. ¿Correcto?



Imposible saberlo —le acoto—, porque hemos sido los grandes ausentes de estos días. Y le explico: toda la vida universitaria descansa en su profesorado, pero cuando llega el momento de tomar posiciones, da la impresión de que un grupo importante de profesores decide ocultarse y es muy difícil saber realmente en qué postura están. Pero algo puede intuirse.



Hay quienes en estos días se han marginado del todo, faltando al deber más fundamental: enseñar. Notificados de que el centro de alumnos tal o la federación cual habían decidido parar, no han dudado en suspender sus clases. Perfectamente conscientes de las fórmulas seudodemocráticas que suelen usarse para tomar aquellos acuerdos, algunos han carecido de dignidad para cumplir el compromiso básico que tienen con sus instituciones y con sus alumnos.



Los estudiantes podrán sentirse o no vinculados por la votación de una asamblea o de unos delegados, pero jamás esas decisiones deben afectar el vínculo que cada profesor tiene con su curso, si es que existe al menos un alumno que quiera seguir exigiendo su cumplimiento.



Quizás en algunos casos ha habido cobardía o comodidad; quizás, en otros, complicidad: todas esas actitudes son impropias en un profesor universitario.



¿Cuántos, llegando a la sala bloqueada por media docena de manifestantes o clausurada por métodos intimidatorios, han dialogado para que se entienda y respete su derecho y su deber de educar?



¿Cuántos, ante el ruido invasivo de los huelguistas, han destinado su tiempo a exigir el silencio y el respeto imprescindibles para enseñar?



Otros profesores simplemente han sido autistas para entrar al análisis del conflicto. Han preferido terminar el programa del curso, en vez de informarse de los proyectos reformistas y llevar el tema a discusión en sus clases, mostrando así qué poco trigo y cuánta paja hay en los planteamientos juveniles. Al privar a sus alumnos de una sana confrontación en el aula, se han manifestado como personalidades tecnocráticas o científicas, pero no como auténticos universitarios. Y, de paso, han dejado a los estudiantes todavía más expuestos a la radicalidad de algunos de sus dirigentes.



Un tercer grupo ha entrado a la discusión pública para plantearse en términos muy originales y altruistas: dinero, queremos más dinero; Estado, queremos más Estado, nos han dicho. Es todo lo que han sido capaces de suscribir. Ciertamente esa aspiración no los deja bien parados ante una comunidad nacional que espera análisis y crítica, matices y soluciones, pero que se encuentra atónita frente a esa crasa petición: más dinero, más Estado.



¿Pero quizás su declaración los deja en alta estima frente a los líderes juveniles más radicalizados? Tampoco. A esos jóvenes, vaya qué idealistas, no les gusta nada que sus profesores puedan pedir más dinero, mira que eso se parece mucho a lucrar con su trabajo académico.



Por una cosa o por otra, que no extrañe, entonces, que la calidad del profesorado universitario no figure para nada entre las demandas estudiantiles. La culpa es nuestra.

miércoles, 22 de junio de 2011

Educación, empleabilidad y libertad, por Felipe Cubillos.



Educación, empleabilidad y libertad,

por Felipe Cubillos.



De nuevo nuestro país ha sido “sorprendido” por protestas de estudiantes que reclaman por la muy mala educación que reciben. Sean mis primeras palabras de solidaridad para con ellos; es que me cuesta imaginar que seamos capaces de construir una mejor sociedad, más justa y más humana, sin que mejoremos de verdad la educación de nuestros jóvenes.


Habiendo dicho lo anterior, quisiera aportar algunas ideas personales a la discusión.


PAA versus PSU. Hoy día los estudiantes reclaman que la PSU discrimina más que la antigua y vilipendiada PAA. Tremendo descubrimiento. Me pregunto dónde están los genios, los iluminados que creían que las escuelas iban a ser capaces de pasar el contenido mínimo fijado desde el Ministerio. Evidentemente, dado el estado actual de la educación, es preferible sincerar la realidad y reconocer que las aptitudes discriminan menos que los contenidos.


Acreditación. Me confieso un completo escéptico. ¿El Estado chileno actual está de verdad en condiciones de acreditar la calidad de la educación? Si de verdad queremos informar a nuestros estudiantes y sus familias qué tipo de educación recibirán en cada establecimiento, el Estado podría financiar un estudio anual de expectativas de empleabilidad y remuneraciones de los profesionales que egresan de cada universidad. ¿Cuánto se demora en encontrar trabajo el ingeniero de tal o cual universidad? ¿Qué sueldo recibe la sicóloga de esta otra? O sea, que la acreditación no la ponga un funcionario, sino que miles de personas eligiendo libremente. O sea, más libertad.


El lucro. Aquí es donde se muestra en su plenitud la hipocresía que reina en nuestra sociedad. Por una parte, universidades sin fines de lucro (así lo fijó la ley), cuyos fundadores rentan por la vía de sociedades inmobiliarias; por otra parte, aquellos que encuentran inmoral el lucro: políticos, comunicadores, funcionarios, rectores, decanos, profesores. Como si todos fueran altruistas y, frente a la opción de elegir entre ganar más o ganar menos, todos ellos elegirían ganar menos. Permítanme, de nuevo, ser un escéptico. ¿Qué tal si dejamos que las universidades definan libremente qué tipo de estructura quieren darse, y así algunas se organizarán como fundaciones (sin fines de lucro) y otras como sociedades anónimas (con fines de lucro), mientras otras seguirían siendo públicas. De nuevo, les daríamos la posibilidad a los estudiantes de que elijan ellos, y no un grupo de “iluminados” pensando la educación que otros recibirán. Las que se organicen en fundaciones, en aras de la transparencia, publicarían los sueldos de sus autoridades y funcionarios, y así mostrarían transparentemente a dónde van los excedentes; las que se organicen como sociedades anónimas publicarían balances auditados, y las públicas, lo mismo. Quizás a estas últimas habría que buscarles un estatuto especial, pues la burocracia estatal les entraba la posibilidad de competir (para que un profesor viaje al extranjero, el decreto debe firmarlo el ministro, por ejemplo). Pero que sean los estudiantes los que elijan qué tipo de universidad quieren: las dirigidas por altruistas que reniegan del lucro o por empresarios que sueñan con grandes universidades para Chile y deben por tanto arriesgar sus patrimonios para conseguirlo, o bien las públicas, dirigidas por el Estado de Chile. O sea, de nuevo, más libertad.


Cualquier cambio en educación toma tiempo. Por cierto, mucho más tiempo que el que tiene cualquier gobierno de 4 años, y, por lo tanto, los incentivos de la política no están alineados con los de la educación. ¿No será tiempo ya, después de tantos fracasos, de sacar a la educación de la pelea política? Cuando el control de la inflación era una herramienta de manejo político, se creó un Banco Central independiente y se acabó el problema. Quizás algo parecido podríamos hacer con la educación, un «Banco Central» de la educación, que funcione independientemente de los gobiernos de turno, con un presupuesto y planta independientes.


Y se me acabó el espacio de la columna, cuando justo quería hablar de lo más importante: la enseñanza técnica, las condiciones de empleabilidad y lo mal que está la educación en nuestro país. Es que quizás me pasa lo mismo que a Chile: lo accesorio no nos da el tiempo para pensar en lo sustantivo.


martes, 21 de junio de 2011

Los “indignados” no dialogantes, por Cristina Bitar.



Los “indignados” no dialogantes,

por Cristina Bitar.

Algo se repite constantemente en las movilizaciones estudiantiles desde 2006 a la fecha: la intención de cargarle al ministro del ramo toda la responsabilidad por la mala calidad de la educación. Pareciera que los estudiantes le adjudican al ministro de turno una especie de responsabilidad histórica por todo lo que se ha hecho mal en los últimos 30 años en el área. Bien lo supo Martín Zilic, quien en 2006 debió renunciar en medio de la presión de la revolución pingüina. O Mónica Jiménez, que, jarrón de agua mediante, tuvo que impulsar las reformas consensuadas entre todos los sectores políticos y que recién en este gobierno están empezando a funcionar. Ahora es el turno del ministro Lavín.



Si sacar a un ministro de su puesto o hacerle la vida imposible fuese sinónimo de mejorar la educación, entonces no habría problema en cambiarlo cada vez que fuera necesario. Pero claramente los problemas dependen de medidas mucho más complejas y de largo plazo.


Los estudiantes tienen todo el derecho a reclamar por una educación de calidad y por un sistema que no implique que el costo de su educación les signifique vivir endeudados el resto de sus vidas. Ambos son reclamos legítimos, pero las protestas no parecieran apuntar a resolver directamente esos problemas. Fortalecer la educación pública o el fin del lucro no pasan de ser frases rimbombantes, que no dan cuenta de la realidad de la educación chilena en los últimos treinta años. De cien mil estudiantes en educación superior pasamos a un millón; aproximadamente 8 de cada 10 estudiantes universitarios son el primer miembro de su familia en llegar a la universidad, y no hay mayor palanca de movilidad social que ésta. Es decir, hemos vivido una revolución educativa que sólo ha sido posible gracias a la incorporación de la iniciativa y el empuje privados, y al cambio en la modalidad de financiamiento. Pero eso no está realmente en la mente de los alumnos “indignados”; ellos simplemente quieren educación pública, gratuita y, al final, más elitista.



Los dirigentes estudiantiles no pueden pretender imponer sus visiones sobre el rol de la educación, su financiamiento y estilo a todo el resto del país. La base de un diálogo democrático requiere que se confronten distintas visiones ideológicas y técnicas para llegar a acuerdos en cada uno de los temas de relevancia. No por tener más universidades o colegios en toma las propuestas de los estudiantes se convierten en legítimas, ni mucho menos en la panacea sobre cómo mejorar la educación. Creer que la única solución es la propia y que la única propuesta válida es la que ellos ponen sobre la mesa, es el primer paso al fracaso. En ese sentido, le falta a la dirigencia estudiantil darse cuenta de que el enemigo no es el Gobierno o el ministro de Educación, sino que ellos son los posibles aliados en una batalla contra los problemas que aquejan al sector.




La fuerza y el empuje que han mostrado los estudiantes en estos días nos demuestran que hay una generación dispuesta a darlo todo por obtener lo que ellos creen justo, pero también nos advierten de lo peligrosa que es la falta de diálogo y del afán de imponer sus posturas como si fueran verdad absoluta.




Creo que los dirigentes lograron lo que buscaban con las movilizaciones y tomas: mejorar su posición negociadora frente a la autoridad, ganar visibilidad y fuerza para luego sentarse a convenir una agenda de trabajo con el objetivo de tener una reforma participativa de la educación. Ahora llegó el momento del diálogo constructivo, donde se pueda canalizar toda la fuerza que se ve en las calles hacia la búsqueda de las soluciones concretas que resuelvan los problemas que hoy existen en la educación.

lunes, 20 de junio de 2011

Sexo, dietas, novelas y cigarrillos, por Hernán Felipe Errázuriz.


Sexo, dietas, novelas y cigarrillos,

por Hernán Felipe Errázuriz.

Algunos legisladores nos quieren imponer dietas alimenticias por ley. Legislan para someternos a sus preferencias de comida. Para que seamos saludables, buscan contar las calorías y controlar alimentos que estiman de “alto contenido de sal y grasas”.



No son los únicos. Evo Morales está en contra del consumo de pollos por razones sexuales; ha dicho: "El pollo que comemos está cargado de hormonas femeninas. Por eso, cuando los hombres comen esos pollos, tienen desviaciones sexuales". También le preocupan los efectos de los alimentos en la calvicie: “En los pueblos indígenas no hay calvos, porque no comemos los alimentos que comen los europeos. Pueden verme a mí, por si acaso”. No se queda corto el Presidente boliviano: “Si hay divorcios, es por culpa de las novelas. Por culpa de las novelas, hombres y mujeres nos ponemos los cuernos”.



Ahora se quiere hacer más estricta la Ley Antitabaco, extenderla a sitios destinados sólo para fumadores en oficinas, edificios públicos y restaurantes. El alcalde de Nueva York ha ido más lejos: no permite fumar en parques públicos ni en las plazas. La protección de los fumadores pasivos ya no la podrían invocar: son espacios abiertos o en que todos son fumadores. El alcalde, en la misma línea de nuestros legisladores, ha dispuesto que quienes reciben ayuda social municipal no pueden comprar comidas de elevadas calorías ni bebidas con endulzantes.



Sobre estas últimas, Evo Morales parecería coincidir: “Cuando se tapa la taza del baño, ¿qué es lo que hacemos? Llamar al plomero (...). Sin embargo, el plomero con sus diferentes instrumentos no puede resolver eso, y nos dice: 'Dame cinco bolivianos, ocho bolivianos'. ¿Para qué? Para comprar Coca-Cola. Compra la Coca-Cola y la echa a la taza del baño. Pasan minutos y ya está destapada (...). Imagínense, qué químicos tendrá la Coca-Cola”. Morales exhibe títulos académicos para opinar: es doctor honoris causa en universidades argentinas, bolivianas, de España, Ecuador, Panamá, Venezuela y la universidad de Trípoli, reconocimiento que recibiera ante el mismísimo Moammar Jaddafi.



Muchos se sienten con el derecho para censurar, acosar psicológicamente, aislar y manipular en razón de la comida o del cigarrillo. Con soberbia e intolerancia, creen ser titulares de las buenas costumbres, del buen comportamiento y de la vida saludable. Por ellos, tendríamos que ser obedientes y no deberíamos comer congrio frito ni empanadas. Los niños tampoco podrían comer caramelos ni Súper Ocho. Habría que preguntarles cuánta sal ponemos a las comidas, qué novelas leemos y cómo controlar la libido. ¡Con qué derecho!

sábado, 18 de junio de 2011

«Cara de barro», por John Biehl del Río.


«Cara de barro»,

por John Biehl del Río.



Como jerga de habla hispana y reconocida como tal por la autoridad de la lengua en lejano país, el apellido de esta cara no es grosero ni machista, como el que se suele usar en Chile para calificar, en conversaciones cotidianas, a quien se considera descuidado o sinvergüenza en sus decires o acciones.



Las encuestas de opinión influyen exageradamente en nuestro quehacer político. De manera alguna contienen información suficiente ni respaldo serio para el juego que se inicia entre los principales actores aludidos cuando se conocen sus resultados. El último ejercicio de Adimark hizo que muchos se soltaran las trenzas, olvidando por completo sus responsabilidades para con el país y su buen gobierno. Así, pedían cambio de gabinete quienes, medidos por la misma vara de las entrevistas, no llegaban siquiera a un tercio del apoyo que sustentaban sus pretendidas víctimas.



Le pese a quien le pese, la valoración de los miembros del gabinete sigue siendo enormemente superior a la de todos aquellos que han pedido su cambio. Por ello, para ser noticia, buscan utilizar frases o ejecutar acciones desproporcionadas, sin reparar que, siguiendo la misma lógica, son ellos los que deberían presentar sus renuncias.



¿Será que están desesperados con caras nuevas y exitosas en la política? ¿Quieren, en la actividad que ellos desarrollan, solamente a quienes pintaban paredes o pertenecían a familias o partidos políticos como activistas? ¿No toleran una mujer inteligente como vocera? No se puede ignorar que la enorme mayoría de votantes no pertenecen a partidos políticos y que el Parlamento es, por esencia, el lugar donde debe estar representada la democracia para toda la ciudadanía. Cuando se transforma en una mera lucha de poder en que los propios intereses de los parlamentarios están por encima de los mandatos y sentimientos ciudadanos, se está ante una gravísima transgresión.



En un comienzo, la prudencia llegó hasta la resignación más humilde para poder reiniciar la vida democrática y restablecer, con ello, el pleno respeto a los derechos humanos. Hasta el propio Pinochet quedó como garante, para la algarabía de quienes le habían apoyado en su golpe y en sus excesos, disfrutando, además, de la repartición de bienes. La política fue transcurriendo, siempre con la tolerancia al frente. Se fueron desmembrando las barreras inaceptables de un pasado de olvido imposible, de perdón doloroso y de reconciliación sincera, en el contexto de un pluralismo de pensamiento y acuerdos en la acción que harían fuerte la gobernabilidad en democracia.



Ese es el corazón mismo de lo que fue el gobierno de Patricio Aylwin. Hoy hemos llegado al punto en que esa Concertación se ha transformado en caja de resonancia para quienes buscan desunir, dividir. En la Alianza que apoya al Gobierno no es muy diferente. Allí ha resucitado el llamado al incienso y se teme a la impostergable necesidad de distribuir mejor riquezas e ingresos. Si hay algo claro, es que Chile no necesita retornar a la política de los extremos. Ese fue su “haraquiri”.



El impresionante trabajo de la Concertación y sus diferentes gobiernos ya es parte de la historia. Ojalá pidamos siempre una nueva forma de gobernar capaz de hacer las cosas mejor. La ciudadanía parece haber dado la bienvenida a ese mensaje. Quienes han rehuido a continuar buscando los acuerdos están alejándose de esa magnífica obra de transición a la democracia. Hoy corresponde al gobierno de la Alianza continuar perfeccionando esa tarea. Sin tapujos, se trata de revertir la concentración de la riqueza y acortar, sustancialmente, las desigualdades en el ingreso, tema que la Concertación no enfrentó, por estimar que había valores superiores por defender.



Hay indicios serios de que el Presidente de la República ha buscado una independencia que permita una vía diferente, reconociendo que veinte años no han transcurrido en vano para nadie. Sorpresivamente, han desaparecido los líderes de la tolerancia y el espíritu de compromiso en la Concertación. Obligar al Presidente a cerrar filas con el pasado para poder gobernar sería un retroceso grave.

viernes, 17 de junio de 2011

¿Avergonzados de lo que construyeron?, por Roberto Ampuero.


¿Avergonzados de lo que construyeron?,

por Roberto Ampuero.

Sin duda, parte de las turbulencias sociales que sacuden a Chile se originan en demandas sociales insatisfechas, acumuladas por décadas. El rechazo ciudadano tanto a la Alianza como a la Concertación se debe a que sus partidos no interpretan a cabalidad a la sociedad o a que perdieron sintonía con parte de ella. Por un lado, reina la amnesia: se olvida quién estuvo al mando del país por décadas. Por otro, campea la impaciencia: las viejas demandas deben ser resueltas en el acto.



Todo indica que la actual configuración de partidos políticos es un corsé que impide la expresión de los considerables kilos adicionales que adquirió el país en los últimos 20 años. Supongo que es hora de encontrar formas -oxigenando a los partidos existentes, creando un sistema que no asfixie en la cuna a los nuevos- para que la ciudadanía se vea efectivamente representada en el menú de opciones políticas. No es sano para Chile que siga creciendo la asimetría entre las nuevas sensibilidades ciudadanas y las antiguas visiones de los partidos.



No se trata tan sólo de preguntarse por qué los partidos han perdido sintonía popular, sino también si emiten hoy señales para que uno pueda sintonizarlos al menos fugazmente. ¿Cuentan con ideas, propuestas, mística, mensajes, estímulos y banderas, o simplemente devinieron en cenáculos cerrados de políticos profesionales que se estructuran y reproducen lejos de la ciudadanía? Pregunto esto a quienes han representado tradicionalmente a los sectores mayoritarios en Chile.



Y lo pregunto, pues lo que diviso en nuestro espectro político es más bien -discúlpenme la rudeza- una derecha avergonzada, que pide disculpas por serlo, pese a que es de su sello y factura el modelo económico que trajo a Chile prosperidad inédita y lo colocó ad portas del desarrollo. Pero también veo una democracia cristiana avergonzada. En el mundo es de centroderecha, pero en casa, de centroizquierda. ¿A qué aspira en el Chile de hoy ese partido de otrora grandes líderes inspiradores y que marcó hitos en nuestra historia? ¿Y acaso no está avergonzada también nuestra socialdemocracia? Durante 20 años codirigió con éxito una transición política, pero hasta hoy aparece acomplejada de haber abandonado la bandera roja y el puño en alto, atribuyendo a diario a los demás las insuficiencias del modelo que consolidó, afirmando desde el poder que hubiese querido construir algo distinto. ¿Qué relato inspirador para el ciudadano puede surgir de actitudes avergonzadas?



Paradójicamente, el único sector que no sufre este complejo es la izquierda simpatizante del castrismo o chavismo. A diferencia de la derecha, el centro o la izquierda moderna, y pese a la estrepitosa caída del Muro de Berlín, la desaparición del mundo socialista y el fracaso de la revolución cubana, sigue proclamando con orgullo sus dogmas, como si su modelo fuese una utopía que jamás conquistó el poder y no hubiese sido defenestrado por los pueblos que lo vivieron.



Me temo que el modelo chileno, que es fruto de la democracia de los acuerdos, se quedó sin padres. Raro, porque el éxito tiene muchos padres, no así el fracaso. Ni los arquitectos ni administradores del modelo admirado en la región se hacen cargo de él. Por el contrario, hoy se ven disminuidos, apocados. Ni siquiera debaten con quienes proponen desde la calle alternativas puntuales. De pronto se avergüenzan de lo que hicieron e idealizan las manifestaciones callejeras, como si éstas fuesen más importantes que la representación democrática. De tanto pensar en cómo agradar al elector y no en qué conviene al país, ceden rápido ante las exigencias callejeras. Veo a estos sectores avergonzados, sin relato inspirador, concentrados en cupos y liderazgos personales, sin mística para contagiar a la población. En las sociedades surgen a veces vacíos de poder político y también vacíos ideológicos o programáticos. Por estos últimos se cuela a menudo el populismo.

miércoles, 15 de junio de 2011

¿Y todo para qué?, por Gonzalo Rojas Sánchez.


¿Y todo para qué?,

por Gonzalo Rojas Sánchez.

Si la directiva de la UDI tenía o no atribuciones para reemplazar a varios de sus integrantes, sin mediar una nueva elección, ese no es el problema.





Si Juan Antonio Coloma debía o no renunciar junto con quienes lo acompañaron en su última candidatura, ya que su mandato presidencial habría sido sobrepasado por una maniobra audaz, ese no es el problema.





Si las generaciones jóvenes de la UDI, representadas en parte por los miembros de la directiva que han debido abandonarla, deben llegar o no a la conclusión de que su acceso a la conducción del partido sigue clausurado, ese no es el problema.





Si Pablo Longueira ha decidido finalmente ocupar desde la derecha el vacío que Enríquez-Ominami ha dejado desde la izquierda, es decir, un liderazgo en sintonía con la calle, ese no es el problema.





Si la UDI como partido, si la Coalición como alianza de gobierno, si la Presidencia de la República y todos los organismos dependientes comunican bien o mal, ese no es el problema.





Pero, incluso, ¿es que hay un problema? Por cierto, y de gran magnitud, como para que la UDI haga un cambio rotundo de directiva; Coloma se quede responsablemente al frente cuando parece haber sido dejado de lado; los jóvenes casi no aleguen, a pesar de su evidente desplazamiento; Longueira hable ya dos sábados consecutivos por más de tres horas en cada ocasión y en tonos apocalípticos; el Presidente Piñera se allane a discutir mano a mano con sus partidarios más críticos.





Hay un problema, pero no tiene que ver ni con mesas directivas, ni con jóvenes, ni con comunicación, ni con largas y proféticas peroratas, ni con diálogos de recriminaciones cruzadas. Es el más grave y terrible de los problemas, y mientras no se lo reconozca, no habrá búsqueda de soluciones. Es, simplemente, este: ¿Para qué gobernar?





Sentido, proyecto, finalidad: eso es lo que falta. ¿Relato? ¿Y cómo se va a contar, cómo se va a relatar a los demás aquello que no está claro, unitariamente claro, ni siquiera en la mente de quienes escriben el día a día de esta novela llamada Gobierno?





Decenas de veces se oyó reconocer a quienes asumían el Ejecutivo el año pasado, en pasillos y matrimonios, tomándose un café o en el metro, que... no estaban preparados para gobernar. Esa confesión, hecha por personas notables por su afán de servicio y por sus sacrificios personales, tampoco apuntaba al fondo. Se referían a que quizás todo había sido muy apurado, hablaban de falta de pulcritud en la así llamada "instalación", pero carecían de conciencia profunda sobre algo más decisivo: la intención. Muchos de los nuevos administradores simplemente no estaban preparados para asumir sus tareas, porque no conocían el para qué de sus labores. Y ahora, 15 meses después, el problema sigue siendo ese para qué.





Porque las mentes tecnocráticas, las cabezas instrumentalistas, no se hacen cargo a fondo del sentido, de la finalidad. Da lo mismo que sean ingenieros o sociólogos, abogados o economistas: donde no hay mirada finalista, sólo puede haber medición por las encuestas o control por los expertos. Las decisiones energéticas se toman entonces de modo errático; las modificaciones educacionales son apenas instrumentales; los proyectos de uniones irregulares apuntan a beneficiar el defecto; las reformas políticas se parchan en beneficio de los intereses electorales...





En buena hora, entonces, la crisis de estos días, porque servirá para formularse las preguntas intermedias: ¿Para qué se reorganiza la UDI? ¿Para qué se pone nerviosa la Coalición? ¿Para qué se reactiva el Presidente?





Paradójicamente, la respuesta sólo puede venir desde fuera de los partidos, desde fuera del Gobierno, desde fuera de la política.

Errar el diagnóstico, por Gonzalo Müller.


Errar el diagnóstico,

por Gonzalo Müller.

Hay un claro malestar de la ciudadanía con la clase política, un sentimiento que golpea a gobierno y oposición. Se ha manifestado con fuerza en las manifestaciones y más aún en las encuestas, donde se cuestiona la legitimidad de las autoridades por su incapacidad de dar solución a los temas y necesidades que la sociedad considera urgentes.



Así, la ciudadanía constata que importantes beneficios sociales, como el posnatal y la rebaja del 7% a los jubilados, se ven entrampados y detenidos por un clima de enfrentamiento, más propio de la política partidista que del legítimo debate en torno a la mejor forma de avanzar con estos proyectos en el Congreso. Sin duda un espectáculo que resulta caldo de cultivo y razón suficiente para alimentar el desprestigio en que continúa cayendo nuestra política.



Pero, a pesar de esto, la Concertación pone su diagnóstico en la necesidad de cambios a la institucionalidad política, y responsabiliza a las reglas del juego electoral y al empate que se produce en las fuerzas parlamentarias, del inmovilismo en que va cayendo la agenda pública. A partir de dicho diagnóstico, su discurso lo centra en cambiar el sistema electoral, aumentar el número de senadores y financiar a los partidos políticos.



Pero lo cierto es que la crisis de representatividad que viven las colectividades apunta a su escasa sintonía con los temas que movilizan a las personas, a la falta de participación de sus bases en las decisiones, y a la escasa capacidad de sus directivas para liderar y ordenar a sus parlamentarios, de modo que respeten los acuerdos alcanzados.



Los partidos políticos son fundamentales para la democracia, pero su legitimidad va indisolublemente asociada a su capacidad para cumplir su rol de representación. Si una parte de la ciudadanía decide marchar, es porque no ven en los partidos canales de expresión de sus posiciones. Esto, en buenas cuentas, habla de desconfianza hacia los políticos y su rol más clásico de intermediación.



Frente a ello, sin embargo, la Concertación insiste en seguir culpando a la cancha del pobre desempeño de los jugadores, una acción irresponsable, pues supone no reconocer la responsabilidad que esos mismos «jugadores» tienen en esta crisis. Sin duda hay espacio para avanzar en el perfeccionamiento de nuestra democracia y lograr mayor participación y transparencia, y en mejorar el acceso a los cargos de representación, pero, si no hay un cambio de actitud de los partidos, sólo veremos incrementar el costo y el número de los parlamentarios.



Si los partidos y sus congresistas fueran capaces de, mediante el debate y el respeto de las diferencias, avanzar y concluir aprobando proyectos que fueran en beneficio directo de la ciudadanía, sin duda que el clima político sería distinto.



Saber escuchar a la gente es un primer paso para quien quiera verdaderamente corregir el camino. Reconocer con humildad los errores y estar dispuesto a enfrentar los costos de mirar más allá de los intereses de cada sector, asumiendo como propias las prioridades de las personas, son requisitos indispensables para alcanzar verdaderos acuerdos y consensos, y no terminar cayendo en pequeñas negociaciones.



Poner por delante los intereses del país ha sido siempre el sello de los estadistas, aquellos políticos que tienen la capacidad de entender que hay momentos en que el país demanda una actitud distinta, y que saben reconocer el peligro de estirar sin límite el enfrentamiento. Es por esto que son ellos los que terminan liderando a la sociedad.